Y aquí va la segunda reflexión sobre el tema, nuevamente de María José Furió, pero esta vez publicada en El Trujamán, en la columna correspondiente al 17 de noviembre pasado.
Así pasen diez años (2):
Reacciones a la bajada de tarifas de
traducción
Pero, como dijo Freud, dale portazo al pensamiento
reprimido y lo verás regresar por la ventana… Volvió mientras ordenaba mis
libros, al dar con el
número 29 de la revista Vasos Comunicantes, que
incluye un artículo, «La traducción literaria en Europa», de Ros Schwartz y
traducido por Celia Filipetto. En apenas cinco densas páginas, la entonces
presidenta del CEATL condensa un panorama y un
programa de acción y de logros en diferentes países —Alemania, Noruega,
Islandia, Holanda, Francia— para mejorar las retribuciones de las profesiones
de la cultura, y específicamente de la traducción literaria. Cuando terminé de
leerlo me volví a comprobar en la portada la fecha de publicación: otoño de
2004. ¿Por qué, contando con un programa semejante, diez años después sentimos
los traductores españoles que hemos retrocedido en condiciones de trabajo
(«plazos de entrega, tarifas, derechos de autor, derechos subsidiarios»)? Como
mucho, conseguimos que editoriales pequeñas asuman el contrato tipo defendido y redactado por la ACETraductores.
¿O esa precaria situación del traductor literario es mera leyenda, superstición
antigua, o incluso, el síntoma de algún tipo de deficiencia social que aqueja a
concretos individuos de la profesión?
Si la precariedad es leyenda, no lo
es que el traductor medio ha ido perdiendo capacidad de controlar el objeto de
su trabajo y las condiciones en que lo desarrolla. Tampoco es leyenda que
debemos «competir» con colegas que aceptan traducir sin contrato, con tarifas
muy por debajo de la media —de hasta ¡3! y 8 euros por 2.100 caracteres—, que
nunca piden porcentaje de royalties ni por la cesión a terceros y también
renuncian a revisar la corrección y a solicitar el resumen anual de ventas.
Colegas, en definitiva, que renuncian a mostrarse tan quisquillosos, o tan
profesionales, en la traducción como lo son con sus sueldos en la enseñanza
pública. La traducción es para ellos un complemento salarial que obtienen,
tantas veces, del prestigio asociado a la actividad académica.
Del mencionado artículo destacaría
que Schwartz propone recursos posibles para evitar que los traductores
literarios seamos siervos (mudos) para los editores, sobre todo de las grandes
corporaciones, de manera que no solo un marco legal sólido sino político
garantice un respaldo y una referencia a la práctica profesional.
En concreto, postula «influir sobre
la práctica del copyright mediante la legislación nacional». El
Parlamento ha de aprobar una ley que mejore los derechos de autores y otros
artistas. También, «iniciar negociaciones colectivas e individuales con los
usuarios del copyright»,
que incluye la intervención del Estado para «garantizar los ingresos de los
traductores». Y «obtener el patrocinio público o privado de la traducción
literaria», como sucede en Francia. Algunas de las subvenciones compensan
directamente al traductor.
No niego que alguna de estas
medidas se ha aplicado en nuestro país, pero también sabemos del retroceso
impuesto a la recaudación de derechos, que Cedro ha impugnado.
La autora señala que el conjunto de actuaciones implica
introducir la idea de «remuneración adecuada», definida como «aquella que
refleja la práctica “habitual y honesta” de la actividad específica». El cambio
sustantivo es que la nueva Ley de Derechos Contractuales de los Autores alemana
(2002) avala «el derecho de los usuarios a negociar unas tarifas fijas»,
vinculantes, y que obligan a las partes a aceptar la decisión de un tribunal de
arbitraje si previamente no logran un acuerdo. No se le escapará al lector de
este artículo que este punto es el clave y que impediría decisiones como las
tomadas por el grupo Penguin Random House, y otras editoriales que en su
momento no tuvieron la deferencia de hacer pública su medida.
El quid del artículo de Schwartz no
está solo en la defensa de una retribución adecuada para el conjunto de los
traductores sino en un aspecto en mi opinión mucho más serio: el derecho a
construir una trayectoria profesional igual que puede hacerlo cualquier persona
que actúa sobre o con objetos materiales o en el seno de una estructura física
(fábrica, universidad, hospital, comercio). A menudo, el prestigio que aureola
a las profesiones artísticas e independientes impide a los profanos entender
que ese prestigio es un plus y no el fin, que por eso no puede sustituir al
resto de aspectos que posibilitan el ejercicio de dicha actividad en
condiciones dignas.
Después de agradecer a Jorge Fondebrider el eco que se hace de mis artículos en este blog --ya suponen los lectores que las fotos son de hace mucho tiempo; qué no haremos para ayudar a los amigos fotógrafos a que prueben sus nuevas cámaras, flashes, etc--, quiero añadir que mi crítica a la parálisis de mis colegas españoles --específicamente los reunidos en la asociación ACETT, que abandoné en 2009 después de que me dejaran batallando sola por defender mis tarifas y fechas de pago ante Paidós y su editora, Elisabet Navarro, una situación con la que ahora se encuentran, por lo que leo, la mayoría de traductores de cualquier editorial española-- parece más pertinente a la vista de lo que sí están haciendo los traductores en Francia, en México y lo que, según se desprende de este mismo blog, en Argentina. Un saludo.
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