Santiago Venturini entrevistó al
traductor Alejandro González para el último
número de Bazar Americano. Aquí lo
reproducimos.
"Nada más lejano a mi que esa platónica estupidez
de `traduttore, traditore´"
Alejandro González es sociólogo, eslavista, investigador y
traductor científico-literario. Tradujo a Turguéniev, Vigotski y Dostoievski,
entre otros. Su traducción de El
Doble, publicada por la editorial Eterna Cadencia, recibió en 2014 el
prestigioso premio “Lee Rusia/Read Rusia” del Instituto de la Traducción de ese
país.
–Una vez dijiste
que tu acercamiento al ruso fue muy fortuito, que podría haber sido esa lengua
u otra. Es algo que suele pasar con los traductores. No obstante, te volviste
un importante traductor del ruso. ¿Qué fue lo que encontraste en esa lengua y
en esa cultura, o hay otros motivos que te llevaron a convertirte en un
traductor?
–Creo que en el fondo, cuando dije eso, me refería a que
uno difícilmente da cuenta de las decisiones que toma. Tampoco sé muy bien por
qué soy sociólogo y no contador; es decir, sabía que no me gustaban mucho los
números, pero por qué era así, sigo sin entenderlo. Al ruso me acerqué un año
después de empezar a estudiar francés; fue entonces que descubrí mi facilidad y
pasión por las lenguas. Hacía rato que me gustaban los autores rusos y la
decisión cayó por peso propio. Por una cuestión económica, no podía estudiar al
mismo tiempo francés e inglés, o francés y alemán, o francés e italiano. Busqué
cursos de ruso baratos y los había. Después, no obstante, tuve que hacer pausas
en mi aprendizaje de ruso porque no tenía dinero. Todo eso fue en los años 90,
que espero no vuelvan más a nuestras tierras. En el ruso encontré un gran
desafío intelectual, una dificultad mayúscula, y creo –por lo poco que sé de
mí– que ese fue el principal acicate para no soltarlo nunca más; no me conformé
con decir algunas frases, con poder leer textos: quise llegar a fondo, y eso a
la larga me llevó a Rusia, de donde no quise regresar a los tres meses -me
quedé 9 años- y a la traducción, donde sigo y espero seguir. No me arrepiento
ni un ápice de todas las decisiones que tomé en este camino.
–Traducir de una
lengua como el ruso, es decir, una lengua que cuenta pocos traductores en el
país y que es desconocida para la mayor parte de los lectores -y editores- debe
tener, al mismo tiempo, ciertas ventajas y ciertas desventajas. ¿Cuáles serían?
–Las ventajas pasan porque te convertís en agente cultural.
Se sabe poco de Rusia, y los editores se apoyan mucho en tu criterio a la hora
de elegir obras y autores. Diría que es más creativo el trabajo, que hay en él
más exploración, búsqueda; por supuesto que hay mucho por descubrir en
literaturas que nos parecen más cercanas -la francesa, la inglesa, la italiana-
pero supongo que, al haber sido más transitadas, encontrar gemas cuesta más.
Otra ventaja, en términos meramente mercantiles, es que hay menos competencia,
si bien eso se ve atenuado por la circunstancia de que se publica muchísimo
menos del ruso que de otros idiomas comunes. Las desventajas son en parte la
otra cara de la moneda de lo que acabo de decir: hay poca oferta, y se crea un
mecanismo del “tómalo o déjalo”; por lo menos fue así por muchos años para mí;
debía tomar lo que me daban o no traducía.
–La traducción de
autores rusos ha cobrado impulso en Argentina. Pienso, entre otros, en títulos
de la colección Colihue Clásica –algunos de los cuales tradujiste vos, como Memorias del subsuelo de Dostoievski o el Teatro completo de
Turguéniev–, en libros de editoriales
pequeñas como Añosluz (que ha publicado a Mijaíl Lérmontov y Marina
Tsvietáieva) y en dos títulos de Maiakovski que acaban de publicarse: Mi descubrimiento de América (Entropía)
y Poesía lírica (Blatt
y Ríos). ¿A qué creés que puede deberse este interés? ¿Estamos frente a un
cambio con respecto a la situación del ruso como lengua de traducción en
décadas pasadas?
–No haría aún un análisis para el ruso en particular. Creo
que la Argentina ,
a partir de 2005, conoce un revivir de la edición y la traducción. Es mucho lo
que se está editando, son innumerables las editoriales que apuestan a la
calidad, y creo que todas las lenguas están viviendo una suerte de “boom”. Me
parece que todavía carecemos de la perspectiva necesaria para establecer si
está ocurriendo algo específico con el idioma ruso en el país. Sí es cierto que
Rusia ha vuelto a la arena internacional, que está invirtiendo mucho dinero en
promoción cultural, que salió de ese ostracismo postcaída del mundo soviético.
En Buenos Aires hay más oferta que antes para aprender el idioma (sé que dos
centros reúnen más de 200 estudiantes actualmente, cuando yo en los 90 era casi
un francotirador). Ahora bien, en qué medida eso puede explicar un cambio de
actitud hacia el idioma, no lo sé. Ojalá que pasara algo, claro, que no fuera
un fenómeno epocal.
–Tengo la
impresión de que el ruso es, en Argentina, una lengua proveedora sobre todo de
clásicos y de autores canónicos. Tal vez es una impresión rápida y equivocada,
pero no veo la presencia de literatura rusa contemporánea o actual, con algunas
excepciones, por supuesto (como podría ser, por ejemplo, Vladimir Sorokin). Me
gustaría conocer tu opinión…
–El principal obstáculo es la adquisición de derechos, que
ha sido casi monopolizada por España en los últimos 25 años. Eso crea un
círculo vicioso: los escritores rusos contemporáneos no llegan a Argentina, el
público no los conoce, los editores no quieren arriesgar aun cuando los
derechos no sean caros… Hay algún indicio de que la situación podría cambiar.
Sé de editores interesados en publicar literatura contemporánea, sé de la
dificultad que afronta el sector editorial español. Habrá que esperar. Por lo
pronto, la apuesta será mayoritariamente la publicación de escritores del siglo
XIX y primera mitad del XX.
–En una entrevista
dijiste que pensabas la traducción como una interpretación: el texto es una
partitura y el traductor lleva a cabo su propia ejecución. Además,
definiste al traductor como un “coautor”. ¿Qué implicancias tiene esta
concepción al momento de traducir, y qué ejemplos podrías dar en relación con
las traducciones que ya publicaste?
–Traducción – lectura – interpretación. Son conceptos
inseparables, una suerte de Santísima Trinidad. Lo importante es barrer de una
vez por todas con ese platonismo que siempre (o casi siempre) sobrevuela los
análisis y reflexiones sobre la traducción. La principal marca de ese
platonismo es creer en la dualidad “original-copia”. Acaso porque somos una
civilización basada en textos sagrados, acaso porque aspiramos a una idea de
verdad que esté por fuera del tiempo, lo cierto es que esta dualidad subsiste.
Se cree ingenuamente que es posible “volver”, “regresar”, “desandar” un camino
que ha sido descendente y elevarnos a la pureza de un original. O sea, se
piensa que es posible hacer una traducción que dé cuenta de la intención
verdadera de Gógol cuando escribió Almas
Muertas (lo cual introduce
cierto dejo romántico al asunto). Pues bien, mi posición se apoya en el
pensamiento pragmatista, hermenéutico y lingüístico del siglo XX: Almas muertas no es un original susceptible de ser
recuperado, sino los efectos que ha causado en quienes lo leyeron y leen
(polémicas estéticas, debates políticos, usos aprobatorios y discriminatorios
por parte del poder). El Martín
Fierro es todo lo que se ha
dicho y escrito sobre él desde su publicación. Es imposible abstraerse de esa
tradición que el texto funda. El traductor, creo yo, está obligado a conocer la
tradición del texto que va a traducir, porque esa tradición es el texto. Toda
actualización es diálogo con la tradición y viceversa; por tanto, toda traducción es ganancia,
en tanto ganancia de sentido.
Nada más lejano a mí que esa platónica estupidez del “traduttore, traditore”. Como
ves, me interesa más el par “tradición-traducción”, que sí arroja frutos. Me
pedís un ejemplo de mi trabajo. Solo investigando la historia de la recepción
de Pensamiento y habla en la Unión Soviética y
Occidente pude marcar una distancia respecto al modo en que la obra había sido
leída-traducida-interpretada hasta el momento. El ejemplo es interesante porque
yo bien podría caer en ese platonismo del que hablaba y decir: “No, señores;
han leído, traducido e interpretado muy mal a Vigotski. Aquí vengo yo con mi
nueva traducción a decirles qué es lo que en verdad quiso decir él”. Pero ahí
está el punto: para introducir una nueva lectura primero hay que saber qué tiene
de nueva, y para eso hay que conocer qué había antes, pensarlo, analizarlo,
discutirlo. Yo al lector le cuento la historia de la recepción del libro, le
hablo de las censuras que sufrió el texto y el pensamiento del autor, le
expongo mis decisiones de traducción (en qué me fundo para traducir ciertos
conceptos de tal y cual manera, sin escamotear información acerca de cómo
habían sido traducidos antes, para que el lector pueda acceder a esa
complejidad y tomar también sus propias decisiones). De más está decir que
aborrezco ver, por criterios de marketing,
alguna traducción mía acompañada del adjetivo “definitiva”.
–Una pregunta
relacionada con la anterior. ¿Por qué te parece importante el proyecto de una
“ley de traducción autoral para Argentina” que está siendo promovida por
un colectivo de traductores?
–Es importante por la misma razón por la que la clase
obrera luchó por la jornada laboral de 8 horas y salarios dignos: participar en
la riqueza que se está produciendo en condiciones de trabajo dignas. Oponerse a
esa ley es como oponerse a eso.
–Hace poco te
escuché hablar, en el marco de unas jornadas, sobre el proyecto de creación de
una Sociedad Argentina Dostoievski…
–La
Sociedad Argentina Dostoievski fue creada hace apenas unos
meses por personas interesadas en los estudios rusos y eslavos en general. El
año que viene formará parte de la Sociedad Internacional
Dostoievski, que reúne a los especialistas más consagrados en la obra del gran
escritor ruso. En Argentina no nos limitaremos al estudio de Dostoievski, sino
que intentaremos nuclear a los históricamente pocos especialistas e interesados
en el mundo eslavo, comenzando, claro está, desde Bizancio, que tanto ha influido
en esas culturas.
–En una entrevista
declaraste que traducís al “español coránico”, haciendo un paralelo con el
árabe coránico: una lengua que no se habla en ningún país árabe pero que todos
entienden. ¿Cuáles son los rasgos de este español? ¿Cuáles son sus límites?
–Se trata de un castellano que sea comprensible en un
pueblo costero de México, en una aldea de montaña de Perú, en una isla del
Caribe y en grandes urbes como Buenos Aires o Madrid. Claro que ese castellano
no existe como lengua de uso, pero sí existe como lengua literaria, si bien con
limitaciones, porque hay objetos, comidas, prendas para los que no existe una
palabra “universal”. Las editoriales quieren vender, quieren exportar, y para
eso piden ese famoso y algo alquímico “castellano neutro”. Sé de profesionales
de la palabra que tienen serios problemas con él. A mí, en lo personal, no me
molesta. Creo que a veces ese castellano algo extraño contribuye al efecto de
ficción de una obra, es parte de él. Desde posiciones nacionalistas, si se
quiere, podríamos defender el uso del voseo; a mí, otra vez, no me molesta que
los personajes de una obra literaria hablen distinto a mí. Todo esto funciona
bien cuando se trata de obras clásicas. El límite de ese castellano es cuando
en un texto, por ejemplo, se juega con sociolectos específicos: ¿a qué
castellano traduzco la jerga estudiantil o deportiva de la Moscú de hoy? Hasta ahora no
me he topado con eso, pero sé que elegiría la variante castellana rioplatense,
que es la única que conozco para esas sutilezas.
–¿Qué autores o
textos que aún no tradujiste te gustaría traducir, cuáles son tus conquistas
pendientes en traducción?
–Elimino de tu pregunta la belicosa palabra “conquista”.
¿Con qué autores me gustaría dialogar y compartir la intimidad de la
traducción? Con Iván Bunin, a quien hace rato le busco editorial. Con autores
poco conocidos del siglo XIX que no tienen nada que envidiar a los consagrados
(Sollogub, Butkov, Odóievski, Veltman, Pogorelski, Písemski, etc.). Con textos
en ciencias sociales que han envejecido, que fueron traducidos del francés o
del inglés o que sencillamente aún no fueron traducidos.
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