martes, 24 de noviembre de 2015

"Participar en la riqueza que se está produciendo en condiciones de trabajo dignas"

Santiago Venturini entrevistó al traductor Alejandro González para el último número de Bazar Americano. Aquí lo reproducimos.

"Nada más lejano a mi que esa platónica estupidez
de `traduttore, traditore´"

Alejandro González es sociólogo, eslavista, investigador y traductor científico-literario. Tradujo a Turguéniev, Vigotski y Dostoievski, entre otros. Su traducción de El Doble, publicada por la editorial Eterna Cadencia, recibió en 2014 el prestigioso premio “Lee Rusia/Read Rusia” del  Instituto de la Traducción de ese país. 

–Una vez dijiste que tu acercamiento al ruso fue muy fortuito, que podría haber sido esa lengua u otra. Es algo que suele pasar con los traductores. No obstante, te volviste un importante traductor del ruso. ¿Qué fue lo que encontraste en esa lengua y en esa cultura, o hay otros motivos que te llevaron a convertirte en un traductor?
–Creo que en el fondo, cuando dije eso, me refería a que uno difícilmente da cuenta de las decisiones que toma. Tampoco sé muy bien por qué soy sociólogo y no contador; es decir, sabía que no me gustaban mucho los números, pero por qué era así, sigo sin entenderlo. Al ruso me acerqué un año después de empezar a estudiar francés; fue entonces que descubrí mi facilidad y pasión por las lenguas. Hacía rato que me gustaban los autores rusos y la decisión cayó por peso propio. Por una cuestión económica, no podía estudiar al mismo tiempo francés e inglés, o francés y alemán, o francés e italiano. Busqué cursos de ruso baratos y los había. Después, no obstante, tuve que hacer pausas en mi aprendizaje de ruso porque no tenía dinero. Todo eso fue en los años 90, que espero no vuelvan más a nuestras tierras. En el ruso encontré un gran desafío intelectual, una dificultad mayúscula, y creo –por lo poco que sé de mí– que ese fue el principal acicate para no soltarlo nunca más; no me conformé con decir algunas frases, con poder leer textos: quise llegar a fondo, y eso a la larga me llevó a Rusia, de donde no quise regresar a los tres meses -me quedé 9 años- y a la traducción, donde sigo y espero seguir. No me arrepiento ni un ápice de todas las decisiones que tomé en este camino.

–Traducir de una lengua como el ruso, es decir, una lengua que cuenta pocos traductores en el país y que es desconocida para la mayor parte de los lectores -y editores- debe tener, al mismo tiempo, ciertas ventajas y ciertas desventajas. ¿Cuáles serían?
–Las ventajas pasan porque te convertís en agente cultural. Se sabe poco de Rusia, y los editores se apoyan mucho en tu criterio a la hora de elegir obras y autores. Diría que es más creativo el trabajo, que hay en él más exploración, búsqueda; por supuesto que hay mucho por descubrir en literaturas que nos parecen más cercanas -la francesa, la inglesa, la italiana- pero supongo que, al haber sido más transitadas, encontrar gemas cuesta más. Otra ventaja, en términos meramente mercantiles, es que hay menos competencia, si bien eso se ve atenuado por la circunstancia de que se publica muchísimo menos del ruso que de otros idiomas comunes. Las desventajas son en parte la otra cara de la moneda de lo que acabo de decir: hay poca oferta, y se crea un mecanismo del “tómalo o déjalo”; por lo menos fue así por muchos años para mí; debía tomar lo que me daban o no traducía.

–La traducción de autores rusos ha cobrado impulso en Argentina. Pienso, entre otros, en títulos de la colección Colihue Clásica –algunos de los cuales tradujiste vos, como Memorias del subsuelo de Dostoievski o el Teatro completo de Turguéniev–, en libros de editoriales pequeñas como Añosluz (que ha publicado a Mijaíl Lérmontov y Marina Tsvietáieva) y en dos títulos de Maiakovski que acaban de publicarse: Mi descubrimiento de América (Entropía) y Poesía lírica (Blatt y Ríos). ¿A qué creés que puede deberse este interés? ¿Estamos frente a un cambio con respecto a la situación del ruso como lengua de traducción en décadas pasadas?
–No haría aún un análisis para el ruso en particular. Creo que la Argentina, a partir de 2005, conoce un revivir de la edición y la traducción. Es mucho lo que se está editando, son innumerables las editoriales que apuestan a la calidad, y creo que todas las lenguas están viviendo una suerte de “boom”. Me parece que todavía carecemos de la perspectiva necesaria para establecer si está ocurriendo algo específico con el idioma ruso en el país. Sí es cierto que Rusia ha vuelto a la arena internacional, que está invirtiendo mucho dinero en promoción cultural, que salió de ese ostracismo postcaída del mundo soviético. En Buenos Aires hay más oferta que antes para aprender el idioma (sé que dos centros reúnen más de 200 estudiantes actualmente, cuando yo en los 90 era casi un francotirador). Ahora bien, en qué medida eso puede explicar un cambio de actitud hacia el idioma, no lo sé. Ojalá que pasara algo, claro, que no fuera un fenómeno epocal.

–Tengo la impresión de que el ruso es, en Argentina, una lengua proveedora sobre todo de clásicos y de autores canónicos. Tal vez es una impresión rápida y equivocada, pero no veo la presencia de literatura rusa contemporánea o actual, con algunas excepciones, por supuesto (como podría ser, por ejemplo, Vladimir Sorokin). Me gustaría conocer tu opinión… 
–El principal obstáculo es la adquisición de derechos, que ha sido casi monopolizada por España en los últimos 25 años. Eso crea un círculo vicioso: los escritores rusos contemporáneos no llegan a Argentina, el público no los conoce, los editores no quieren arriesgar aun cuando los derechos no sean caros… Hay algún indicio de que la situación podría cambiar. Sé de editores interesados en publicar literatura contemporánea, sé de la dificultad que afronta el sector editorial español. Habrá que esperar. Por lo pronto, la apuesta será mayoritariamente la publicación de escritores del siglo XIX y primera mitad del XX.

–En una entrevista dijiste que pensabas la traducción como una interpretación: el texto es una partitura y  el traductor lleva a cabo su propia ejecución. Además, definiste al traductor como un “coautor”. ¿Qué implicancias tiene esta concepción al momento de traducir, y qué ejemplos podrías dar en relación con las traducciones que ya publicaste?
–Traducción – lectura – interpretación. Son conceptos inseparables, una suerte de Santísima Trinidad. Lo importante es barrer de una vez por todas con ese platonismo que siempre (o casi siempre) sobrevuela los análisis y reflexiones sobre la traducción. La principal marca de ese platonismo es creer en la dualidad “original-copia”. Acaso porque somos una civilización basada en textos sagrados, acaso porque aspiramos a una idea de verdad que esté por fuera del tiempo, lo cierto es que esta dualidad subsiste. Se cree ingenuamente que es posible “volver”, “regresar”, “desandar” un camino que ha sido descendente y elevarnos a la pureza de un original. O sea, se piensa que es posible hacer una traducción que dé cuenta de la intención verdadera de Gógol cuando escribió Almas Muertas (lo cual introduce cierto dejo romántico al asunto). Pues bien, mi posición se apoya en el pensamiento pragmatista, hermenéutico y lingüístico del siglo XX: Almas muertas no es un original susceptible de ser recuperado, sino los efectos que ha causado en quienes lo leyeron y leen (polémicas estéticas, debates políticos, usos aprobatorios y discriminatorios por parte del poder). El Martín Fierro es todo lo que se ha dicho y escrito sobre él desde su publicación. Es imposible abstraerse de esa tradición que el texto funda. El traductor, creo yo, está obligado a conocer la tradición del texto que va a traducir, porque esa tradición es el texto. Toda actualización es diálogo con la tradición y viceversa; por tanto, toda traducción es ganancia, en tanto ganancia de sentido. Nada más lejano a mí que esa platónica estupidez del “traduttore, traditore”. Como ves, me interesa más el par “tradición-traducción”, que sí arroja frutos. Me pedís un ejemplo de mi trabajo. Solo investigando la historia de la recepción de Pensamiento y habla en la Unión Soviética y Occidente pude marcar una distancia respecto al modo en que la obra había sido leída-traducida-interpretada hasta el momento. El ejemplo es interesante porque yo bien podría caer en ese platonismo del que hablaba y decir: “No, señores; han leído, traducido e interpretado muy mal a Vigotski. Aquí vengo yo con mi nueva traducción a decirles qué es lo que en verdad quiso decir él”. Pero ahí está el punto: para introducir una nueva lectura primero hay que saber qué tiene de nueva, y para eso hay que conocer qué había antes, pensarlo, analizarlo, discutirlo. Yo al lector le cuento la historia de la recepción del libro, le hablo de las censuras que sufrió el texto y el pensamiento del autor, le expongo mis decisiones de traducción (en qué me fundo para traducir ciertos conceptos de tal y cual manera, sin escamotear información acerca de cómo habían sido traducidos antes, para que el lector pueda acceder a esa complejidad y tomar también sus propias decisiones). De más está decir que aborrezco ver, por criterios de marketing, alguna traducción mía acompañada del adjetivo “definitiva”.

–Una pregunta relacionada con la anterior. ¿Por qué te parece importante el proyecto de una “ley de traducción autoral para Argentina” que está siendo promovida  por un colectivo de traductores? 
–Es importante por la misma razón por la que la clase obrera luchó por la jornada laboral de 8 horas y salarios dignos: participar en la riqueza que se está produciendo en condiciones de trabajo dignas. Oponerse a esa ley es como oponerse a eso.

–Hace poco te escuché hablar, en el marco de unas jornadas, sobre el proyecto de creación de una Sociedad Argentina Dostoievski…
La Sociedad Argentina Dostoievski fue creada hace apenas unos meses por personas interesadas en los estudios rusos y eslavos en general. El año que viene formará parte de la Sociedad Internacional Dostoievski, que reúne a los especialistas más consagrados en la obra del gran escritor ruso. En Argentina no nos limitaremos al estudio de Dostoievski, sino que intentaremos nuclear a los históricamente pocos especialistas e interesados en el mundo eslavo, comenzando, claro está, desde Bizancio, que tanto ha influido en esas culturas.

–En una entrevista declaraste que traducís al “español coránico”, haciendo un paralelo con el árabe coránico: una lengua que no se habla en ningún país árabe pero que todos entienden. ¿Cuáles son los rasgos de este español? ¿Cuáles son sus límites?
–Se trata de un castellano que sea comprensible en un pueblo costero de México, en una aldea de montaña de Perú, en una isla del Caribe y en grandes urbes como Buenos Aires o Madrid. Claro que ese castellano no existe como lengua de uso, pero sí existe como lengua literaria, si bien con limitaciones, porque hay objetos, comidas, prendas para los que no existe una palabra “universal”. Las editoriales quieren vender, quieren exportar, y para eso piden ese famoso y algo alquímico “castellano neutro”. Sé de profesionales de la palabra que tienen serios problemas con él. A mí, en lo personal, no me molesta. Creo que a veces ese castellano algo extraño contribuye al efecto de ficción de una obra, es parte de él. Desde posiciones nacionalistas, si se quiere, podríamos defender el uso del voseo; a mí, otra vez, no me molesta que los personajes de una obra literaria hablen distinto a mí. Todo esto funciona bien cuando se trata de obras clásicas. El límite de ese castellano es cuando en un texto, por ejemplo, se juega con sociolectos específicos: ¿a qué castellano traduzco la jerga estudiantil o deportiva de la Moscú de hoy? Hasta ahora no me he topado con eso, pero sé que elegiría la variante castellana rioplatense, que es la única que conozco para esas sutilezas.

–¿Qué autores o textos que aún no tradujiste te gustaría traducir, cuáles son tus conquistas pendientes en traducción?
–Elimino de tu pregunta la belicosa palabra “conquista”. ¿Con qué autores me gustaría dialogar y compartir la intimidad de la traducción? Con Iván Bunin, a quien hace rato le busco editorial. Con autores poco conocidos del siglo XIX que no tienen nada que envidiar a los consagrados (Sollogub, Butkov, Odóievski, Veltman, Pogorelski, Písemski, etc.). Con textos en ciencias sociales que han envejecido, que fueron traducidos del francés o del inglés o que sencillamente aún no fueron traducidos.


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