Sinceramente, no
sabemos de dónde proviene la información de la columna que Guillermo Piro publicó ayer en el diario Perfil. Pero, en todo caso, nos sentimos
en la necesidad de alertar a los colegas españoles.
La memoria de los lugares
En
agosto de 1960 el biólogo francés Richard Lamartine alquiló un chalet en
Limoux, un pueblo vitivinícola cercano a Carcassonne, en el sur de Francia
(todo verdadero enólogo conoce el Blanquette de Limoux, un vino espumante
natural. E incluso lo conocen quienes no son enólogos, tal es su fama). El
biólogo, además de ser un investigador de primer orden, era un sádico que no
dudaba en martirizar prolongadamente a los animales que utilizaba para sus
experimentos. Centenares de ratones, cobayos, pájaros, gatos, monos, perros y
ranas murieron en medio de sufrimientos atroces durante los seis años en que el
biólogo ocupó la casa. Cuando murió, en septiembre de 1966, las exequias se
realizaron en la
Basílica Notre-Dame -de-Marceille, y sus restos fueron
depositados en el cementerio de Limoux, bajo tierra. Su fama era notoria entre
los pobladores, de modo que su despojada tumba no recibía visitas, y mucho
menos cuidados. En la misma casa se instaló entonces una pareja de jubilados
que gozaba de excelente estado de salud. A los cinco meses, sin razón médica
aparente, los dos cónyuges perdieron por completo las ganas de vivir. Agotados
y vacíos, murieron al unísono una tarde de abril. Una joven pareja ocupó su
lugar. Se divorciaron al cabo de dos meses. Una joven estudiante de enología,
que pensaba residir un tiempo en Limoux para una investigación que pretendía
escribir y publicar una vez recibida, al poco tiempo de ocupar la casa empezó a
sufrir jaquecas tremendas. Murió un mes después, en medio de dolores atroces y
sufrimientos indescriptibles. Los inquilinos se fueron sucediendo, y las
enfermedades también. Cinco años después aparecieron los trastornos mentales y
los suicidios. Llegado a este punto nadie quería alquilar la casa, y la
propietaria, como último recurso, la hizo derribar y vendió el terreno.
Ahora lo acaba de comprar la Asociación Española
de Traductores. Levantó allí otro chalet, basándose en los planos conservados
en la oficina de catastros del Municipio de Limoux, idéntico al anterior.
Pretende dar allí alojamiento los fines de semana a sus miembros, ofrecer
charlas y conferencias, y, al mismo tiempo, servir de estadía para que los
traductores puedan hacer su trabajo en un ambiente idílico y propicio para el
trabajo concentrado, intercambiar experiencias entre colegas en un contexto
internacional y consultar la amplia biblioteca especializada de la que gozan
las instalaciones.
Los lectores de América Latina apoyamos enormemente esa decisión y no dudamos de que en poco tiempo comenzaremos a ser felices testigos de los avances que puedan hacer en un campo tan vilipendiado e injustamente criticado como es la traducción española, y desde acá les enviamos un saludo y les aconsejamos que no dejen de probar el delicioso Blanquette de Limoux antes de dar el último suspiro.
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