Tercera parte de la
serie de artículos de Andrés Ehrenhaus en
El Trujamán.
El
piélago legal
Hacia y
por una ley de traducción autoral en Argentina
Aunque hoy en día
las leyes de Propiedad Intelectual cubren las tres cuartas partes del planeta
libresco con su superficie en apariencia homogénea y azulada, unas cuantas
albergan sus buenos krakens. Si miramos atrás, veremos que el aparato simbólico
que protege a la obra y su autores relativamente reciente, y tiene que ver con
los avatares sufridos por la ya mencionada función autoral fucoltiana, que en
sus inicios (siglos XVIII y XIX) tuvo menos que ver con la apropiación
protectora de la obra que con la identificación de un responsable penal. En
cualquier caso, la primera gran punta de lanza clavada en el suelo vasto y
asilvestrado de la creación intelectual y sus usos corresponderá al Convenio de
Berna para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas, acordado en 1886
por un puñado de países europeos al que se sumó Túnez; ahora los países
contratantes son ya 186, aunque los del área latinoamericana adhirieron
tardíamente, recién a partir del acta de Estocolmo de 1967.
En ese año también
lo haría Argentina, que ya contaba no obstante con uno de los reglamentos de
Propiedad Intelectual más tempraneros del orbe: la ley 11.723, que data de 1933
y sigue, apenas remozada, en vigencia desde entonces. Quizás sea esa prontitud
modernista y algo deslindada de los grandes lineamientos internacionales
trazados por Berna la razón de que ahora el régimen pionero de hace ochenta
años se muestre tan necesitado de una actualización, y no nos referimos a los
retoques habituales obligados por las constantes novedades tecnológicas sino a
la necesidad acuciante de contar con un texto claro y sencillo, que no de lugar
a malentendidos, anfibologías e interpretaciones parciales y atienda a las distintas
realidades profesionales que engloba. Pero esa magna empresa es harina de otro
costillar. Nuestro terreno es el de la traducción, y es menester que nos
ocupemos de su articulación dentro de los marcos legales vigentes, de si la
contemplan, delimitan y protegen, y cómo.
La ley 11.723
reconoce al traductor de obras literarias, científicas o artísticas (art. 4º,
c) como autor de una obra derivada, y eso ya nos bastaría para empezar si no
fuera porque apenas antes,en su artículo 2º, se entretiene en preocuparnos: “El
derecho de propiedad de una obra […] comprende para su autor la facultad de
disponer de ella, de publicarla, de ejecutarla, de representarla, y exponerla
en público, de enajenarla, de
traducirla, de adaptarla o de autorizar su traducción y de reproducirla en
cualquier forma” Esa enumeración de derechos morales y patrimoniales juntos y
revueltos, ya de por sí desatinada, enciende una alarma que, llegados al
artículo 38, se confirma plenamente al revelarnos de qué índole era esa
enajenación a que tiene derecho el autor: “El titular conserva su
derecho de propiedad intelectual, salvo
que lo renunciare por el contrato de edición”. Resulta, en efecto, que
tiene derecho a enajenarla (ceder o vender los derechos de uso de su obra) sine die. No sé al autor, pero esto al
traductor lo mata, porque la salvedad –quetal vez fue una excepción funcional
en su momento– ha acabado convirtiéndose en uso y costumbre sistemáticos en la
industria editorial argentina: hasta hace muy, pero muy muy poco, todos los contratos de traducción (¡cuando
los había!) transformaban esa salvedad en hábito. Afortunadamente, gracias a
las nuevas hornadas de pequeños y medianos editores, esa interpretación de la
excepción ya no es tan unívoca.
Pero
centrémonos en los krakens (el mencionado artículo 38 es uno bien gordo, pero
el 23 y 24 le van a la zaga). ¿Por qué habitan las profundidades de estas
leyes? En mi opinión, porque ilustran –o son resabio de– las tensiones
existentes entre las dos grandes tradiciones de jurisprudencia ad hoc: la del
copyright, de raigambre anglosajona y fiel servidora del positivismo liberal, y
la de los derechos de autor, surgida de las sucesivas refundiciones del oscilante
humanismo europeo. La una pone su foco en el devenir de la obra, en sus
opciones de copia y explotación; es decir, en los valores de uso y de cambio
del texto. La otra se centra en la mano de obra (nunca mejor dicho) y en cómo
garantizar que esta pueda seguir produciendo plusvalor. Allí donde los marcos
legales vacilan entre una y otra, o allí donde se dejan hibridar, en esos
claroscuros anidan los krakens. Puestos a elegir, los traductores
latinoamericanos preferimos arrimarnos a la segunda de las tradiciones, porque
de la primera, que ha imperado de facto durante décadas, ya salimos escaldados.
En cierto modo, uno tiene la sospecha de que la 11.723 no solo necesita una
puesta al día sino una revisión seria de su filosofía normativa.
En
realidad, lo que más nos gustaría es cobijarnos en los brazos sensibles y
contenedores de la Recomendación sobre
la Protección Jurídica de los Traductores y de las Traducciones y sobre los
Medios Prácticos de Mejorar la Situación de los Traductores (Nairobi, 1976) que
la Unesco dirigió a los gobiernos. Cabe una (re)lectura atenta y pragmática de
este documento para ir domesticando a los krakens que aún señorean en las profundidades
insondables de muchas legislaciones. Ahí vamos.
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