Segunda nota de la serie firmada por Andrés Ehrenhaus en El Trujamán.
Autores de qué
Hacia
y por una ley de traducción autoral en Argentina
¿De qué hablamos cuando hablamos
de traducción autoral? Vayamos por
cortes. Si hacemos caso a la navaja de Occam, traducir a secas es llevar un discurso
(no necesariamente escrito) de una lengua a otra; lengua entendida aquí,
además, como sistema de reglas y referencias culturales particulares. Se trata,
por tanto, de una operación intelectual, que exige cierto grado de destreza y
especialización, llevada a cabo, hoy en día, no solo por personas sino también
por máquinas. Tal vez la utopía de muchos usuarios para los que la traducción
es un gasto variable que incide en los costes productivos de un servicio o
artículo consiste en llegar a la traducción ex machina total; sin embargo, por
ahora son las propias máquinas (y no la poesía) las que se pierden en la
traducción, en tanto que los traductores humanos nos perdemos en los
andurriales económicos y laborales que condicionan nuestro quehacer
profesional.
Haciendo
un tajo fenomenológico de ese quehacer, veremos que se nos parte en dos grandes
rodajas o campos funcionales. Aquí, sin duda, la función social de cada campo
es esencial, pues determinará la taxonomía. Por un lado tenemos la función
registral o neutrade la traducción; por el otro, la función retórica o plástica.
Ambas son inversamente proporcionales entre sí y se rigen por lógicas
simbólicas divergentes: cuando el traductor actúa como garante de la fidelidad documental
de una copia, sus competencias autorales son prescindibles, pues presta un
servicio de índole pública o administrativaque se sustenta en la ficción de una
subjetividad igual a cero; en cambio, cuando el traductor actúa como agentede
la traslación pero también, y esencialmente, de la pérdida o transformación que
de esa traslación se derivan, su potestad fehaciente y la ficción de
objetividad son innecesarias, porque lo que queda a la vista es la
imposibilidad de la neutralidad. Y si a los primeros les confiere autoridad el
Estado, o una instancia administrativa equivalente, a los segundos la autoridad
se la arroga la puesta-en-el-mundo de la obra. Los unos son puntos de fijación;
los otros, vectores libres.
Así,
no es la persona sino la función que asuma la que determinará a qué campo
pertenece su actividad y qué reglas, tanto de hecho como de derecho, la
atraviesan. Puesto que ambos campos operan en instancias funcionales distintas,
las leyes y normas de mercado que las condicionan también lo son: la una es un
servicio público o privado; la otra, un acto que genera una mercancía compleja
llamada obra. Dos cosas caracterizan a una obra como mercancía: a) es moralmente
inseparable de su autor; b) no es necesario ser su autor para ejercer el
derecho a explotarla. La Ilíada(centrémonos
en las discursivas) es de Homero, y no es Homero quien la reproduce para
ponerla a la venta. De acuerdo, Homero hace mucho que ya no puede hacerlo (e
incluso podría no haber existido nunca), ¿pero qué hay de Ruiz Zafón? Cuando
decimos que Ruiz Zafón vende mucho, cometemos una ingenua metonimia: quien
vende muchos ejemplares de sus obras es su editor, o los distribuidores, o los
libreros. No obstante, Ruiz Zafón, nos consta, percibe una parte proporcional
de los beneficios que arrojan estas ventas.
A esa lógica simbólica y de mercado pertenecen las obras y, por
consiguiente, las traducciones. En cambio, un documento
público no es de nadie, carece de autor, aunque alguien lo haya redactado. Y en
tanto no adquiera función de obra, su lógica será otra.
¿Cuál
es la autoridad de estos autores, de Homero, de Ruiz Zafón? ¿En qué se sustenta
su eficacia funcional? Como apuntamos antes –y desarrollaremos más adelante–,
en su puesta-en-el-mundo. Igual que la de las traducciones autorales. Ahora ya
podemos decir que cuando hablamos de traducción autoral nos referimos a la
operación de llevar una obra literaria, científica, incluso técnica, de una
lengua a otra, de tal modo que la obra resultante sea nueva y única pero
derivada de la primera. De eso somos autores, de esa mercancía compleja. ¿Por
qué insisto en esa visión tan antipática, tan poco romántica, tan árida de las
obras de creación? ¿Por qué ese empeño en verle solo sus valores de uso y de
cambio, su faceta propietaria? Porque si no la hacemos bajar al duro suelo de
las relaciones de mercado, tampoco nosotros, como autores de traducciones,
estaremos en la realidad. Las leyes, como el mar, atemperan la amplitud térmica
de la tierra. Y si nosotros no nos situamos en ese terreno árido y poco
romántico, no sabremos qué podemos esperar e incluso exigirles que regulen.
Como
muestra, un botón: en la Argentina de hoy, que un traductor entregue para
siempre el derecho de explotación de su obra a un editor no solo no es ilegal sino
que es práctica habitual del mercado. Eso solo ya merece un marco simbólico más
justo y actual. Pero no es lo único.
¿Quién es este muchacho, Sr. Fondebrider? Hau que reconocer que a menudo la pega, por decirlo de algún modo
ResponderEliminarEs un joven traductor instalado en España, que, como demuestra la foto, se dedica a las manualidades. Saque usted sus propias conclusiones.
ResponderEliminarEntiendo que es por eso que la pega, Sr. Fondebrider. Muchas gracias por iluminarme al respecto. Si tiene contacto con él más allá de cuidarse de quedar pegado, dele mis respetos.
ResponderEliminarAun a riesgo de ser infidente, coresponde decir que Ehrenhaus, en la foto, estaba demostrando cómo hacer una tapa hermética para granos usando una bolsa de plástico y un pico de gaseosa recortado. A eso se dedica cuando no traduce Shakespeare.
ResponderEliminar