A la ya existente edición de los cuentos
traducidos por el argentino Alejandro
González para Losada, acaba de sumarse la del español Paul Viejo para Páginas de Espuma. Lo cierto es que Anton Chejov tiene cuerda para rato. Así se lee en la siguiente entrevista de Javier Morales, publicada en El Asombrario & Co., el pasado 13 de febrero.
Novelista, dramaturgo, crítico, autor de libros de
relatos, desde hace algunos años el escritor Paul
Viejo anda inmerso en la edición de los cuentos completos de Antón Chéjov, más de 600, muchos de ellos inéditos
en español. Una tarea titánica
que, además del talento de Viejo, sería imposible si no estuviera detrás una
editorial como Páginas
de Espuma. Ya se han publicado
tres de los cuatro
volúmenes del proyecto y habrá
que esperar a la Navidad de este año para leer el último.
“Vendrá el último cargado, no
sólo con los cuentos correspondientes al último periodo (de 1894 a 1903), sino
también con aquellos que quedaron inconclusos, dispersos o dudosos, y que no se
han ido incluyendo en los tomos anteriores, más un apéndice, aún más extenso
que en los tomos anteriores, para dejar por fin al lector toda la información
posible sobre Chéjov y sus cuentos”, me cuenta Paul Viejo desde Milán, donde
vive.
–¿Cómo surgió el
proyecto de publicar los cuentos completos de Chéjov?
–Lo cierto es que fue una mezcla
de pasión, mucha, y de coincidencia editorial, bastante. Yo llevaba años
estudiando los cuentos de Chéjov, su totalidad, sus traducciones al español,
clasificándolos, organizando apuntes, haciendo tablitas excel de colores que un
buen día vieron los editores de Páginas de Espuma. La pregunta inmediata fue:
“Ah, ¿se podrían editar todos los cuentos de Chéjov, no eran millones?”. Y a
partir de ahí, organizarnos, pensar cómo publicarlos, considerar las
dificultades e ir viéndolos aparecer tomo a tomo.
–¿Qué dificultades te
has encontrado a la hora de traducirlos?
–Chéjov es un autor tan
aparentemente claro, tan limpio en su dicción, en su sintaxis, que uno tiene la
constante paranoia de estar equivocándose. “No puede ser tan sencillo”, puedes
llegar a pensar. Y, efectivamente, no es tan sencillo porque, por encima de
cualquier otra cosa –sobre todo hacia el final de su producción–, Chéjov es tan
soberbiamente preciso que cualquier desvío en la elección de una palabra es un
desvío en el texto completo, un accidente en toda regla.
–Para los cuentos que
ya conocíamos, ¿has partido de las traducciones previas?
–Sí, en la mayoría de los casos,
porque una de las intenciones de esta obra, además de reunir todos sus cuentos,
era poder dejar una suerte de “historia de la traducción chejoviana”. No creo
en esa constante necesidad de re-traducir (que es más una excusa comercial que,
en la mayoría de los casos, una necesidad lingüística) cada nueve años y medio.
Así, en esta edición de sus cuentos disponemos, además de las traducciones
inéditas, con aquellos que más y mejor se han dedicado a Chéjov (Luis Abollado,
Augusto Vidal, Sergio Pitol), pero también con los traductores más recientes,
como Víctor Gallego, Jesús García Gabaldón y Enrique Moya Carrión, entre otros.
–¿Cuáles son tus
cuentos preferidos?
–Aunque vaya a sonar tópico, es
imposible seleccionar cuentos de Chéjov y no nombrar La dama del perrito; sería
una impostura. Para el último tomo he podido traducirlo, lo que viene a
significar que lo he disfrutado el doble. Pero de Chéjov, “maestro de la
brevedad”, por seguir tirando de tópicos, disfruto mucho con aquellos cuentos
que menos lo parecen, y que se acercan a la novelita: Flores tardías, Una
historia aburrida, La estepa…
–¿Por qué seguir leyendo
hoy a Chéjov?
–Sin tener siquiera en cuenta el
virtuosismo técnico (que sigue siendo tan actual y tan prodigioso como,
pongamos por ejemplo, un soneto de Quevedo) que es capaz de desplegar Chéjov, y
con el que podemos seguir disfrutando y aprendiendo, es evidente que ni los
temas, ni la modernidad con lo que los expone han perdido vigencia y siguen
siendo plenamente actuales, como ha demostrado la cantidad no ya de imitadores,
sino también de homenajeadores e influidos. Otra cosa es que el cuento siga
avanzando, y que no se escriba “como Chéjov” (por suerte), pero que es un lugar
por donde hay que pasar, eso es evidente.
–Chéjov es uno de los
padres del relato moderno y su influencia llega hasta nuestros días. ¿Crees que
ha llegado la hora de “matar al padre”?
–La violencia literaria y el
fratricidio me parecen bien, e incluso muy bien, siempre que se cumpla una
condición: que se conozcan perfectamente los engranajes de aquello que se
quiere hacer volar por los aires. Ya no podemos seguir escribiendo como Chéjov,
pero me parece que debemos tener muy claro qué es lo que queremos cambiar y por
qué. Me inquietan quienes quieren matar la tradición sin conocerla; aunque casi
tanto como aquellos que no quieren modificar nada, eso también es verdad, y
aquí no sé si estoy hablando solo de literatura.
–Cuento, novela,
ensayo, teatro. Eres un autor polifacético y todoterreno. ¿Hay algún género en
el que te sientas más cómodo?
–Sentirme cómodo en la escritura
sería un sueño. De hecho, creo que de esa incomodidad vienen los saltos, los
cambios y las pruebas. No existe “hecho literario” que no me atraiga, como
lector, así que veo lógico por mi forma de ser el picoteo genérico al que
aludes. Siento pasión por el cuento, por ejemplo, pero no todo se puede hacer
desde ahí. Ni querría.
–¿En qué estás
trabajando ahora? ¿Tus proyectos de escritura?
–Pues después de una larga,
larguísima temporada sin escribir absolutamente nada, nadísima (algo que por
otra parte tampoco me resulta nuevo), estoy cerca de cerrar un nuevo libro de
relatos que abandona la línea temática de Los ensimismados (2011) para
enfocarse en descontener la violencia que me interesa en un texto: la violencia
estilística, la violencia íntima y silenciosa, la violencia de ciertos
comportamientos sociales y personales demasiado habituales y encasquillados. Me
parece que está quedando un libro algo intranquilo, ya veremos. No hay prisa.
–Desde hace años,
vives en Italia. ¿Cómo se ve España desde allí?
–Hace casi una década que vivo fuera de España, y lo cierto es que la impresión ha ido cambiando en todo este tiempo. Cuando me marché, la crisis allí era apenas un susurro agorero, casi invisible y sin efectos, y la llegada a Italia, una bofetada: un país que parecía llevar al menos 20 años de retraso en todo (en infraestructuras, en política social, en la renovación de hábitos y creencias). Era la época en que todos mis amigos italianos querían irse, o se fueron, a vivir a Barcelona. Cada vez que viajaba de vuelta a Madrid me parecía estar –sin exagerar– en una película de ciencia ficción estéticamente parecida a 2001: Odisea en el espacio. Hoy Italia sigue siendo ese país de dinosaurios del que hablaba Tornatore en La migliore gioventù; pese a que Milán haya tenido un ayuntamiento de izquierda, pese a la intensa actividad cultural, pese a la exposición universal, todo el país sigue varado en un inmovilismo del que no tiene la culpa solo la recesión económica, sino también nuestras cabecitas. El problema es que ya no veo tanta diferencia, como cuando llegué, entre ciudades como Madrid o Milán, y sin embargo cada vez tengo más la impresión de que también España sea un país de dinosaurios. Mis amigos italianos regresaron a su país, visto lo visto. La luz blanca de los vagones del metro ya no es tan luminosa como lo era. Y yo, creo, he ido dejando de pensar en dos países, en fronteras, añorando uno o envidiando el otro. Si acaso, lo que hago es pensar en qué idioma me enfadaré esta mañana.
–Hace casi una década que vivo fuera de España, y lo cierto es que la impresión ha ido cambiando en todo este tiempo. Cuando me marché, la crisis allí era apenas un susurro agorero, casi invisible y sin efectos, y la llegada a Italia, una bofetada: un país que parecía llevar al menos 20 años de retraso en todo (en infraestructuras, en política social, en la renovación de hábitos y creencias). Era la época en que todos mis amigos italianos querían irse, o se fueron, a vivir a Barcelona. Cada vez que viajaba de vuelta a Madrid me parecía estar –sin exagerar– en una película de ciencia ficción estéticamente parecida a 2001: Odisea en el espacio. Hoy Italia sigue siendo ese país de dinosaurios del que hablaba Tornatore en La migliore gioventù; pese a que Milán haya tenido un ayuntamiento de izquierda, pese a la intensa actividad cultural, pese a la exposición universal, todo el país sigue varado en un inmovilismo del que no tiene la culpa solo la recesión económica, sino también nuestras cabecitas. El problema es que ya no veo tanta diferencia, como cuando llegué, entre ciudades como Madrid o Milán, y sin embargo cada vez tengo más la impresión de que también España sea un país de dinosaurios. Mis amigos italianos regresaron a su país, visto lo visto. La luz blanca de los vagones del metro ya no es tan luminosa como lo era. Y yo, creo, he ido dejando de pensar en dos países, en fronteras, añorando uno o envidiando el otro. Si acaso, lo que hago es pensar en qué idioma me enfadaré esta mañana.
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