Ehrenhaus a punto de traducir |
Acaso por su propensión a preparar asados (barbacoa le dicen en su Barcelona de residencia), Andrés Ehrenhaus ensaya en El Trujamán del 2 de marzo pasado, una hipótesis sobre los traductores no apta para veganos. Y a quien no le guste el chorizo criollo, que se quede con su butifarra.
Egos de traducción, un teorema
Conjetura.
El ego del traductor es de una medida estable. Siempre es
el mismo, no varía nunca. Lo único que no varía a lo largo de la vida del
traductor es su ego. Sí cambian, en cambio, y se estiran, se achican, se
expanden, se retraen, engordan o languidecen su ello, su superyó. Esa varianza
es lo que marca las distintas etapas evolutivas de su carrera, la danza de los
dos daimones en los hombros tensos del ego, con sus susurros buenistas,
malistas, sus consejos a favor de matar como un torero furtivo a la luz de la
luna o de morir en el quirófano, tratando de salvar al paciente sedado de una
embolia. Vamos a hablar clarín clarinete: el buen traductor no es ni torero ni
cirujano, es un matarife. Y tiene un ego invariable.
Demostración.
1.Cuando el traductor es un
matarife cachorro, o cachorro de matarife, desespera y suspira pues no avizora
a su res. No avizora al rebaño, no avizora al ternerito perdido, no avizora
nada. Su ego, sin embargo, ya pide sangre. Tiene un cuchillo desafilado en la
mano, un cuchillo recién comprado en Ikea, con su funda de plástico aún, o un
cuchillo heredado de una tía que trabajó un tiempo en chacinados. El ello lo
incita a pinchar donde sea, lo que sea, cualquier cosa que se mueva y parezca
carne; el superyó se escandaliza, le recomienda otro máster. Etc. Finalmente, para hacerla corta,
al cachorro le cae un encargo. No vamos a pormenorizar ahí. Digamos que lo
filetea como buenamente puede. Y lo pone a disposición del mundo. Ahí es donde
el ego entra a tallar: presa de un entusiasmo frenético, propio de quien ha
esperado hasta desesperar y más allá, anuncia a los cuatro vientos su proeza.
¡En un mes sale mi traducción de X! ¡En una semana! ¡Me han dicho que mañana!
¡Ya está en las librerías! ¡Qué notición, todos y todas! Y se saca fotos con
ella, salen a pasear juntos, la lleva a tomar el té y a las carreras de galgos.
2. Ya han pasado diez años que
zarpó de Francia, mamuasel Yvonne hoy es solo madam. El cachorro ya es todo
un hombrecito de Jung. Tiene en su haber varias medias reses pasadas por el
serrucho, toda clase de embutidos colgados y la lavadora llena de delantales
sangrantes. De vez en cuando le cae en las manos un buey de Kobe, o un ciervo
herido que busca en el monte amparo, o una cordera campeona, y su ego reclama
algazara: que el mundo sepa lo que hago, ego, hugo, higo, que sigo dando
guerra, que mi cuchillo está cada vez más afilado y corta mejor. El superyó
recomienda cautela, austeridad, labor; el ello pide guirnaldas incluso
demasiado grandes para la testa del traductor. Pero el ego sabe en el fondo que
no ha crecido, que es el mismo de siempre, que ahora se tiene que repartir. Ya
no lo invade la algarabía de antes, cuando cada mínimo bisté de cuero era digno
de un Nobel. Ahora entra más género pero los años han pasado, terribles,
malvados, y la devolución del mundo ha demostrado su irresistible querencia al
cero. No obstante lo cual, sigue llevando de vez en cuando a sus traducciones
al parque, junto al estanque, y alguna vez ha sentido el impulso de empujar
alguna al agua.
3. La edad dorada del traductor
lo encuentra inesperadamente en pijama justo cuando estaban por galardonarlo.
Ya es tanto lo que ha carneado que se pregunta qué pieza es la que premian,
cuál la que lo incrimina. En esta ocasión, el superyó y el ello coinciden en
ello: tanta sangre merece un reconocimiento. El ego, en cambio, teme que el
premio sirva en realidad para hormonar sus pechugas. Se sube a la balanza, se
pesa, y aunque no ha subido ni bajado un gramo, se siente pequeño. Cada
palmada, cada aplauso, cada alabanza lo clavan más al suelo. No puede apartar
el recuerdo (esa coma, esa frase, ese costillar astillado, ese gato por liebre)
mientras le ponen la cinta en el pecho. Superyó y ello lo llevan en volandas y
la reducida multitud lo aclama. ¡Maestro! ¡Insuperable! ¡Cuánta sapiencia! Le
otorgan la trincheta de oro. A la mañana siguiente, aún instalado en la
embriaguez de la euforia, saca un corderito de la nevera y se dispone a
ofrecerlo en holocausto con la reluciente trincheta, pero pronto advierte
(alguna virtud tenían que tener los años) que no sirve para nada. No consigue
levantarla. Su ego, igualito pero cansado, decide dejar el holocausto para otro
día.
Tesis. Whatever les parezca. Premiar es fácil, lo difícil es carnear.
No hay comentarios:
Publicar un comentario