miércoles, 9 de mayo de 2018

"Hacer el ganso en grupo es siempre más cobarde que a solas"


Andrés Ehrenhaus reflexiona en la siguiente columna a propósito de la cacareada “invisibilidad de los traductores”, en sus palabras, “un oxímoron mal entendido para justificar nuestra pereza gremial y nuestra frustración laboral”.


Y dale con el verso de la invisibilidad

Me voy a poner irreverente, casi desagradable. Más, si cabe, de lo que me puse alguna otra vez. Estoy hasta las notas al pie del llanto sobre la invisibilidad de los traductores. Me parece fácil, pusilánime, inconducente. No puedo leer un artículo más en el que se le eche la culpa de nuestra precariedad laboral a la presunción de que, pobrecitos, somos invisibles. Cada vez que un traductor abunda en este solecismo, ya sea en una entrevista, un coloquio, desde el púlpito asociacionista, ante un grupo de alumnos o en el bar de la esquina, el estereotipo del traductor como piltrafa flamea un poco más arriba en el pabellón de las fantasías culturales. Es triste que nos agarremos a un oxímoron mal entendido (quizás más aún desde que L. Venutti abriera la caja de los truenos) para justificar nuestra pereza gremial y nuestra frustración laboral. Acabemos de una vez con ese latiguillo.

No somos invisibles. Repito: no somos invisibles. Ni física ni simbólicamente. Que nuestro nombre no figure en muchos de los libros que se tradujeron (y se traducirán) no nos invisibiliza; en todo caso, nos ningunea, que no es lo mismo. Que los ignaros de los reseñistas hagan como si no existiera otra lengua que la que ellos torpemente dominan no nos invisibiliza, nos disfraza. Que los lectores crean estar leyendo originales en vez de traducciones no nos invisibiliza, nos distorsiona y, en cierto modo,hasta nos honra. Y que algunos editores hayan empezado a colocarnos decorosamente en la portadilla o la portada  de los libros no nos garantiza un aumento en la tarifa, a veces incluso al revés. El asunto crucial no es dónde estamos grabados en molde sino cuánto se nos paga, cómo, cuándo, y a cambio de qué.

Así que cortémosla con el llanto del patito feo que, encima, nadie puede o sabe ver. Ese cuento de hadas sólo puede acabar mal, en las fauces de algún editor sin escrúpulos o en las galeradas de una nave pirata.

Para empezar, la invisibilidad del traductor es una metáfora poco feliz. Las metáforas de la traducción son infelices por naturaleza pero esta se lleva el premio. Porque, además de alimentarla consuetudinariamente, la pergeñamos nosotros mismos. Somos nosotros los que, en un momento de la historia de la traducción, nos impusimos el deber de invisibilizarnos como sinecuánon de la cosa, y todavía nos lo seguimos creyendo a medias, a pesar de que no hay traducción donde no sea necesariamentevisible la manaza manchada en sangre de su perpetrador. En alguno de nuestros fueros más íntimos nos pusimos la capucha del verdugo, que prefiere el anonimato a la ignominia de que se sepa quién es el carnicero imperturbable que la acomete. Sabedores de que espachurramos lo que nos entregan intacto, el pudor nos impide sacar pecho y decir: sí, lo hice, soy un verdugo, pero alguien tenía que hacerlo.

Sí, soy un verdugo, pero alguien tenía que hacerlo. Y hacerlo bien, sin que el condenado sufra inútil o gratuitamente. Y pretendo que se me pague precisamente por eso, por esa tarea que todos denigran pero nadie se atreve a hacer porque casi nadie sabe cómo, aunque crea saberlo. Y que se me pague bien también. Si no, que la sangría la emprendan otros, los que suponen que cambiar hache por be es un gran hallazgo de la crítica de las ejecuciones. Críticos, si no saben leer una traducción, callen de una vez. Tengan algo de respeto y de vergüenza y asuman que no podrán traducir en su vida, porque les faltan agallas. Ni con la capucha puesta podrían. Cuando hayan cortado su primera cabeza, quizá nos sentemos a tomar un café amargo en una terraza. Aunque, claro, antes de atreverse siquiera a empuñar el hacha tendrían que aprender a fondo y con rigor algunas lenguas, incluida la propia.

En cualquier caso, y puesto que la invisibilidad del traductor es necesariamente imposible, y desactivado de una vez el mecanismo de la infértil metáfora, convendría que, al menos nosotros mismos, empleásemos el vocabulario óptico con algo más de precisión. De lo que se trata no es de ser o no lo que nunca podremos ser sino de entender que el ejercicio de la traducción exige, además de entereza, saber hacer, estómago y mano firme, altas dosis de traslucidez. La verdadera dicotomía a la que nos enfrentamos día sí y día también es, entonces, cuán traslúcidos u opacos podemos ser. Ojo: no confundamos traslucidez con transparencia, porque volveríamos a las andadas. Y de ahí rapidito al llanto y la justificación de nuestras desgracias. Tampoco confundamos opacidad con falta de fluidez, porque estaríamos mezclando conceptos que pertenecen a dos universos distintos. Pero aún aceptando la mestización, la fluidez no depende (es decir, no debería depender) de la traducción sino del original; el grado de opacidad, en cambio, sí.

A mayor opacidad de la traducción, mayor yo del traductor. Paradójicamente, el tamaño del yo del traductor es directamente proporcional a su sensación de invisibilidad… y, por tanto, a su contribución a la teoría de la ídem. En cambio, el traductor traslúcido contribuye a que su visión no sea digna de ocultarse y, a la larga, será mejor visto. ¡Y mejor pagado! Si es capaz de pelear por ello y defenderlo, y no temblar demasiado con el hacha en la mano. Lanzo desde aquí mi endeble advertencia: el próximo de nosotros que insista o se escude en la injusticia de la invisibilidad o, peor aún, se la vaticine con malicia a sus incipientes colegas, tendrá más culpa que el resto de la mierda de tarifas que nos pagan. Y esto vale tanto para individuos como agrupamientos de ellos, en cualesquiera de sus modalidades, aunque en puridad opino que hacer el ganso en grupo es siempre más cobarde que a solas. ¡No lloren, traductores, que se nos ve!

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