Como es de dominio común, el año que viene padeceremos otro Congreso de
la Lengua. Esta vez el contubernio tendrá lugar en la ciudad de Córdoba
(Argentina), que alegremente, junto con la nación entera, dilapidará varios
millones de dólares para que un risible rey extranjero se pasee por nuestro país,
mientras una serie de académicos a la violeta lleven a cabo sus negocios con
otros tantos aprovechados locales. Mucho antes de eso, el narrador, ensayista y
traductor Carlos Gamerro leyó el
siguiente texto en la presentación del CILE 2019, que tuvo lugar en la Feria
del Libro de Buenos Aires, el pasado 11 de mayo.
Seis
palabras para el Congreso de la Lengua.
Como cuento con poco tiempo, voy a proponer apenas seis palabras – ya
que de palabras se trata – para el próximo congreso de la lengua. Cada palabra
irá acompañada de una breve glosa, eso sí. Primera palabra, entonces:
MODESTIA. “Siendo la nuestra una de las lenguas más hermosas y poderosas
y eficaces del mundo”, dijo Camilo José Cela en su discurso de apertura del
primero de estos congresos, dando, con el gerundio, por sentado el hecho. “Yo
creo profundamente que es la lengua española la que con mayor elocuencia y
belleza nos da el repertorio más amplio del alma humana, de la personalidad
individual y de su proyección social” dijo a su vez Carlos Fuentes en la apertura
del tercero. Para no dejarnos arrastrar por tan contagioso entusiasmo, propongo,
como antídoto, esta límpida frase de Borges, de “El idioma analítico de John
Wilkins”: “todos los idiomas del mundo son igualmente inexpresivos”, idea que
completa, en el mismo ensayo, con una frase de Chesterton: “El hombre sabe que
hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables, y más anónimos que
los colores de una selva otoñal… cree, sin embargo, que esos tintes, en todas
sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo
arbitrario de gruñidos y de chillidos.” El idioma no es un cuadro de fútbol:
para quererlo no hace falta pensar que es el mejor. Cuando Darwin pasó por estas
costas, más precisamente por Tierra del Fuego, se topó con los yámanas, que se
le figuraron los hombres más primitivos del orbe, y asumió que su lengua
constaría a lo sumo de cien vocablos, pues no necesitarían más para su ruda
vida. Cuando su compatriota el reverendo Thomas Bridges se tomó el trabajo de
preguntarles, pudo compilar un diccionario de más de treinta y dos mil
palabras. Lo cierto es que todas las lenguas del mundo son igualmente hermosas,
eficaces, bellas y elocuentes o, como quería Borges, deficientes. Ningún
carácter intrínseco convierte a una u otra en instrumento más o menos adecuado
para dar cuenta de la realidad, de las emociones y del pensamiento. Cito a
Borges una vez más, para no perder la costumbre: “No hay edición de la Gramática de la Real Academia que no
pondere ‘el envidiado tesoro de voces pintorescas, felices y expresivas de la
riquísima lengua española’, pero se trata de una mera jactancia, sin
corroboración”. En lo que sí acierta Cela es en lo de la potencia: hay lenguas
más poderosas que otras, pero eso se debe a factores externos, como el poderío
militar o económico de los pueblos que las hablan, como él mismo se ocupa de
recordarnos, en el mismo discurso, al citar la conocida frase de Nebrija:
“siempre la lengua fue compañera del imperio.” Hay, sí, un factor
específicamente lingüístico, que es también técnico, que influye: la escritura.
Una lengua se vuelve más poderosa al acumular una tradición, para lo cual precisa
de una escritura: las lenguas no escritas no tienen historia, pues su pasado constantemente
se está perdiendo, y están condenadas al puro presente. El español actual, en
cambio, es el español que se habla hoy en todo el mundo hispano y es también el
español de Fernando de Rojas, de Cervantes, de Sor Juana. El español de ayer es
también el español de hoy, y el lugar de ese encuentro es la literatura. En el
momento actual, el poder de imponer bien puede dar paso al poder de ayudar: el
español puede compartir esta riqueza acumulada con todas las lenguas vecinas,
puede y debe ayudar a dar escritura, y así literatura y tradición de largo
plazo a aquellas que no la tienen. Lo cual me lleva a la segunda de nuestras palabras:
SOLIDARIDAD. “El español,” dijo Octavio Paz en su discurso inaugural del
primer congreso, “no
es muchos árboles, es un solo árbol pero inmenso, con un follaje rico y variado
bajo el que verdean y florecen muchas ramas y ramajes”. Confieso que la frase me
confunde: no acabo de entender si las ramas y ramajes que verdean bajo el árbol
son parte del árbol o no, no entiendo si Paz está hablando de las variedades
del español o de las lenguas con las que el español se codea. Si se trata de
esto último, que es lo que la metáfora parece sugerir, su imagen nos mete en
problemas: parece decir que son lenguas que deben sobrevivir o vegetar como mejor
puedan a la sombra de ese gran árbol del español. Este árbol del español, lo
sabemos, creció en América sobre las cenizas de las lenguas originarias.
Lenguas que en muchos casos habían desarrollado o estaban desarrollando una
escritura, y por lo tanto una historia, acompañando, también, a sus respectivos
imperios: una escritura que la conquista española en algunos casos destruyó,
una historia que también borró. No se trata de lamentar el pasado, ni de
invocar culpas históricas; sí de descubrir nuevas maneras de abrir el diálogo
entre estas lenguas, para lo cual es necesario fomentar el uso y desarrollo de
las lenguas locales. Este uso no debilitará el del español, sino todo lo
contrario. El español siempre se ha nutrido y enriquecido de todas las lenguas
con las que ha entrado en contacto: el árabe, el hebreo, el catalán, el euskera,
el vasco, el valenciano, el portugués, las innumerables lenguas originarias de
América, las lenguas de África, tanto en África y en América, las numerosas lenguas
de la inmigración, y el inglés, en los Estados Unidos y el Caribe. Estas lenguas
le han aportado sus vocabularios y también sus ritmos, sus músicas, sus
sintaxis, sus pronunciaciones: su aliento, en suma, que también es su alma. Dónde
estaría el espléndido español de José María Arguedas sin el quechua, el de Nicolás
Guillén sin el afrocubano, el de Miguel Angel Asturias sin las lenguas mayas, el
de Roa Bastos sin el guaraní. A la tercera edición de este congreso, realizada
en Rosario, se le contestó con el simultáneo Congreso de laS LenguaS, que reivindicó
“el derecho a la autodeterminación lingüística de cada pueblo” y proponía “superar
el estigma de Babel, para que diferencia no sea sinónimo de destrucción e
incomunicación.” El español es y seguirá siendo por mucho tiempo la lengua
franca de esta vasta geografía, y
es mucho los que puede hacer para fomentar el desarrollo de todas estas lenguas
que vincula.
VARIEDAD: El estatuto de la ASALE (Asociación de Academias de la Lengua
Española) promueve “velar porque la lengua española no quiebre su esencial unidad.”
¿En que radicará esta ‘esencial unidad’, me pregunto? Así como las instituciones que se nuclean
alrededor de este congreso pueden cultivar la relación con lenguas vecinas, no
deberían asustarse y asustarnos con el cuco de una eventual fragmentación del
español. Se dice, con razón, que todos los hablantes del español pueden
entenderse entre sí. Pero la mutua comprensión es solo uno de los ejes para
definir la ‘unidad esencial’ de una lengua. Los hablantes del danés, del sueco
y del noruego se entienden entre sí, pero afirman hablar lenguas distintas,
porque cada una se corresponde con los límites nacionales. Los hablantes de las
distintas lenguas de Italia dicen no entenderse entre sí, pero muchos afirman
que hablan dialectos de una misma lengua, para que estos corresponden a sus
límites nacionales. La ‘unidad’ de la lengua es una decisión o una ficción a
veces más política, simbólica y emotiva que objetivamente lingüística.
EMOTIVIDAD. Porque hay más en juego que la comprensión. “¿Qué zanja
insuperable hay entre el español de los españoles y el de nuestra conversación
argentina?” se preguntaba Borges en “El idioma de los argentinos” y se
respondía: “Yo les respondo que ninguna, venturosamente, para la entendibilidad
general de nuestro decir. Un matiz de diferenciación sí hay: […] Pienso en el
ambiente distinto de nuestra voz, en la valoración irónica o cariñosa que damos
a determinadas palabras, en su temperatura no igual. […] No hemos variado el
sentido intrínseco de las palabras, pero sí su connotación. Esa divergencia,
nula en la prosa argumentativa o en la didáctica, es grande en lo que mira a
las emociones.” Debemos entonces recordar que además de la mutua entendibilidad,
hay que atender a la mutua tolerabilidad. El fenómeno es conocido por todos: podemos
deleitamos, aquí en Argentina, con una novela española o una película española
rebosantes de españolismos; pero si los mogollones y gilipollas aparecen en una
novela de Djuna o de Julian Barnes pueden producirnos dolor de vientre, y si cae
en nuestras manos una película en lengua extranjera doblada al español peninsular,
preferimos no verla. Entenderemos todo, pero las sensaciones se volverán
sutilmente anómalas: lo erótico nos resultará gracioso, lo dramático afectado,
etcétera. Lo mismo, presumo, le pasará a un lector o espectador español si la
novela traducida o la película doblada les llega en español mejicano o rioplatense.
Pero esto no sucede, no se levanta esta barrera emotiva, o no se levanta tan
alto, si la obra traducida en Méjico es leída en Argentina o viceversa. La
razón es simple: los traductores latinoamericanos traducen para todos los
hablantes del español, los españoles sólo para los de España. Pero como los
centros del poder editorial están en España, no podemos circular las
traducciones hechas en Latinoamérica, no ya hacia España, sino ni siquiera
entre nosotros: sobre todo en el caso de autores que son de uso exclusivo, por
no haber entrado aún en dominio público. Si hay una brecha que crece entre el
español de España y el de América es ciertamente ésta: el mercado está
convirtiendo el Atlántico en abismo. Las instituciones y las academias no son
responsables de este estado de cosas, pero pueden hacer mucho por modificarlo,
si tienen la voluntad de hacerlo. Lo cual me lleva a la palabra:
HERMANDAD. “Recuerdo a los americanos que habláis el español que esta es
la lengua común de todos, ni mas ni menos nuestra que vuestra” dijo Camilo José
Cela en su discurso inaugural, opinión refrendada en la misma ocasión por
Octavio Paz: “El idioma que haban los argentinos no es menos legítimo que el de
los españoles, los peruanos, los venezolanos o los cubanos.” Todos estamos tan de
acuerdo en esto que decirlo, hoy, parece una perogrullada; además, decir otra
cosa sería políticamente incorrecto. Y sin embargo, es un principio más fácil
de predicar que de practicar. El corrector Word de mi computadora, cuando lo
pongo en “Español argentino” me señala como errores absolutamente todas las
formas del voseo. La Real Academia ha elaborado un diccionario de americanismos,
pero no un diccionario de españolismos. O sí, pero le han puesto por título Diccionario de la lengua española.
Decimos la igualdad, pero seguimos actuando como si el español de España fuera
la lengua, y los españoles americanos sus dialectos. Hay síntomas preocupantes:
El diario El Mundo publica una lista
de las cien mejores novelas en castellano del siglo XX: 70 son españolas y solo
30 de América. Es comprensible que todos tengamos cierta parcialidad hacia los
productos de nuestra tierra: pero estoy bastante seguro de que ningún sondeo
mejicano, colombiano o peruano daría como resultado 70 novelas propias y 30 del
resto del mundo hispanohablante. La lista es de 2001, y podría haber quedado
como una curiosidad histórica salvo que es la que se replica en las redes,
empezando por Wikipedia, lo cual plantea otro tema de interés: qué español, y
qué ideas sobre el español, circulan de las redes. El año pasado, el diario El País difundió una lista de traducciones
canónicas, elaborada por la asociación española de traductores ACETT. De las
veinte que incluyen, una sola fue realizada por una traductora americana – residente
en España. Todas las demás son españolas. Una curiosidad, y un ejemplo
significativo: la primera recomendada es la traducción de Lolita de Francesc Roca, muy inferior a la primera y excelente
traducción de Enrique Pezzoni, a la cual ni los argentinos, ni el resto de los
latinoamericanos podemos acceder: el mercado español nos impone la suya y nos
veda la propia. Hay, empero, señales alentadoras: Hace algunos años me tocó
participar en el proyecto de traducción “Shakespeare por escritores” dirigido por
Marcelo Cohen desde Argentina y publicado por editorial Norma de Colombia. Se
trataba de un proyecto panhispánico en el sentido más pleno: escritores de todo
el mundo de habla hispana, americanos y españoles todos mezclados y
confundidos, traducían las obras de Shakespeare. Y volviendo al ámbito de este
congreso, el Instituto Cervantes, que toma su nombre de un escritor que todos
los hablantes de la lengua sentimos como propio, que ha perdido toda
connotación exclusivamente nacional, promueve en sus filiales del mundo entero la
participación de escritores de todo el mundo de habla hispana, sin preferencias
ni privilegios. La radicación de este congreso, siete veces en tierras de
América, una en España, atiende al mismo principio. Pero no son tan claras las
señales que emiten las academias de la lengua. La estructura actual de la
ASALE, con una Real Academia española, y una constelación de academias nacionales,
hace perdurar la idea, conciente o inconciente, de una jerarquía y una preeminencia.
Creo que con el siglo XXI bien avanzado ha llegado la hora de hacer a un lado
las metáforas de paternidad o maternidad y hablar únicamente de países
hermanos. España y América ya no mantienen lazos coloniales ni en lo político
ni en lo económico: es anacrónico pretender que perduren, así sea como
fantasmas, en la lengua y la cultura. En lugar de una Real academia, es hora de
tener una Academia real, de las lenguas españolas, verdaderamente horizontal y
fraterna. Creo que será una ocasión de júbilo para todos, y de alivio para
España, a la cual ya le debe estar pesando este inverosímil rol de madre
adoptiva.
CADUCIDAD. “La lengua es más vasta que la literatura” dijo Octavio Paz
en Zacatecas, pero también cabe recordar que es más efímera. El griego antiguo
ha muerto, pero leemos a Homero; y leemos a Virgilio a pesar de que ya nadie
habla el latín. Y no solo se trata de la extinción completa. Las lenguas mueren
muchas veces en el curso de sus vidas. Los
cuentos de Canterbury están escritos en inglés, pero ningún hablante nativo
puede leerlos hoy en su forma original, a no ser que aprendan la lengua de
Chaucer, casi como una lengua extranjera. Lo mismo está pasando, o pasará en
breve, con el español de El libro del
buen amor, el de El conde Lucanor,
el de La Celestina. En 2015 Andrés
Trapiello dio a conocer su traducción del Quijote
– al español contemporáneo. La barrera, una vez más, no es tanto de comprensión
referencial o intelectual, sino de participación emotiva. A muchos lectores
actuales ‘no les llega’ el español cervantino. No es mi caso, yo disfruto del
español de Cervantes, Góngora y Quevedo tan intensamente como de todos los
actuales, pero lo percibo en mis alumnos, jóvenes y adultos. Tarde o temprano,
todos los monumentos literarios deberán ser traducidos a los nuevos españoles,
además de a otras lenguas. Es un horizonte lejano, sin duda, pero no por ello
menos cierto. Los sucesivos congresos de la lengua deberán velar, también, por
la suerte de una compleja y riquísima literatura que sobrevivirá a la muerte de
la lengua en que fue escrita.
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