jueves, 29 de agosto de 2019

Borges mal traducido (I)


En una semana en que los diarios argentinos y de otras partes del mundo hicieron uso y abuso de la figura de Jorge Luis Borges, de una manera iletrada más digna de la revista Hola que de los alicaídos suplementos culturales y las cada vez más mermadas "páginas de cultura", un larga artículo de Roberto González Echeverría (1943, Sagua La Grande, Cuba), profesor del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Yale. El mismo, que por su longitud se ofrece en dos partes, fue publicado en la revista Letras Libres, correspondiente al 1 de mayo de 2017.


Borges contra Borges:
malas traducciones de "El Aleph" 
(I)

A la memoria de Josefina Ludmer, 
amiga fiel y colega ejemplar.

Quedan de Borges muchas declaraciones con sus caprichosas preferencias literarias y sus atrevidas opiniones sobre la filosofía y la teoría crítica que constituyen una coherente colección de aforismos; un Borges epigramático. Es una axiología, acatada irreflexivamente por muchos y celebrada por no pocos, aunque no se guíen realmente por ella en sus labores literarias o críticas. Ni Borges mismo se ciñó a sus escandalosas hipótesis, como la de practicar falsas atribuciones, una Eneida de Shakespeare, por ejemplo. Entre esas máximas (o desplantes) está aquella muy difundida referente a la presunta superioridad de las traducciones sobre los originales, que sospecho, como otras, Borges expuso para deslumbrar a lectores ingenuos que habían aprendido a reverenciar originales porque los suponían salidos sin mediación de la pluma de los escritores, y por ello posesores de una autoridad indiscutible. Es lo que Borges llama en “Las versiones homéricas” la “superstición de la inferioridad de las traducciones” (p. 239).

El tema de la traducción en Borges, que hasta ha merecido todo un libro de Efraín Kristal, tuvo su más detenida exposición en ese denso y obtuso ensayo suyo de 1932, del que se han establecido las opiniones difundidas sobre sus creencias al respecto. No cabe duda de que la traducción como tópico se extiende por toda su obra, inclusive la de ficción, como se detalla en el mencionado volumen de Kristal. El minucioso y mesurado crítico demuestra, sin embargo, que las opiniones de Borges sobre la traducción variaron a lo largo de los años, y que no pocas veces se contradijo, aunque es lícito decir que valoró mucho las traducciones y se valió de ellas para adquirir su vasta cultura literaria.

“Las versiones homéricas” es un ensayo que está escrito con apenas contenida ira, como si formara parte de una enconada polémica del momento. Haciendo alarde de su conocimiento de la literatura británica Borges pasa revista a las traducciones inglesas de Homero, y comenta sobre las diferencias explícitas e implícitas entre los varios traductores del poeta en Inglaterra, algunas grandes figuras como Alexander Pope. Su tesis, que perdurará con variantes, es que las traducciones de una obra pertenecen a una constelación de textos, que incluye el original, ninguno de los cuales es definitivo, ni se deben establecer entre ellos jerarquías apoyadas en el lugar de cada uno en la secuencia. El original, por ser primero, no debe ser visto como el mejor. Claro, esto lo dice Borges, que confiesa no saber el griego, porque son las traducciones de la Odisea y la Ilíada las únicas versiones de esos poemas a las que tiene acceso. Remata su argumento con una resonante frase lapidaria que ha pasado a la posteridad: “El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio” (p. 230), Borges dixit. No obstante, cuando joven en Suiza, se dedicó a aprender el alemán para leer entre otros a Kafka en el original, y en la etapa madura de su vida, ya ciego, hizo un esfuerzo heroico por aprender el islandés para poder leer las sagas directamente. Borges fue un lector políglota; entre sus idiomas de cultura se encuentran, aparte del español, el inglés, el francés, el alemán, bastante italiano, y no sabemos cuánto latín. Tuvo acceso a no pocos originales y no deja de ser una pedantería escribir sobre traducciones inglesas de Homero; no menciona las españolas, que evidentemente no conocía o no le interesaban.

El trasfondo de “Las versiones homéricas” es la conocida discusión “hermosa” la llama Borges (p. 241)  entre Francis Newman y Matthew Arnold. Newman, traductor de Homero, quien se había esforzado por producir una Ilíada lo más próxima posible al original griego, mientras que Arnold prefería una versión más escueta, afín al inglés contemporáneo suyo, que evitara las torpezas y barbarismos de que adolecía la de Newman al tratar de reproducir detalles propios del original y reflejar el genuino contexto homérico. Borges se decide, en última instancia, por una solución intermedia porque reconoce que los desgarbos de la literalidad pueden generar chispazos de la más alta poesía, mientras comprende que regresar a Homero es algo inalcanzable. Lo que quiere Arnold es el Homero esencial en el mejor inglés posible. Borges sabe, como poeta, que la poesía rebasa las normas filológicas, que ésta emerge a veces de las prácticas menos prometedoras. Pero queda implícito que la supremacía de la Ilíada está más allá del buen o mal trato de los traductores: las minucias verbales no pueden superar la grandeza de su concepción, argumento y personajes, que pertenecen a Homero, quien quiera que éste haya sido, se deban a él o al uso del griego en su tiempo.

De todos modos, no es discutible que ciertos aspectos de algunas traducciones sean gran literatura, y que no debemos menospreciarlas por ser textos secundarios producidos, en algunos casos, pero no los citados por Borges (Pope), por figuras menores en comparación con los autores originales. Este es el enfoque del autor de Ficciones que ha prevalecido y hecho popular, a lo cual se ha sumado la postura del aplaudido Walter Benjamin en su famoso ensayo de 1923 sobre “la tarea del traductor”. Para éste la traducción es un ejercicio que accede a una lengua pura en el roce entre dos idiomas distintos, y puede ser por eso un texto importante porque en contraste con el original, relaciona textos, no el texto con la intención o realidad que quiso expresar el poeta.1 En Yale me encuentro rodeado de cursos sobre la teoría y práctica de la traducción, algo que me perturba porque no sé cómo se pueda enseñar a traducir, aparte de estudiar asiduamente idiomas extranjeros y saber escribir bien en el idioma al que se traduce. Yo diría, además, que a la valoración de las traducciones como literatura hay que añadir la gratitud que les debemos por permitirnos llegar a obras importantes fuera del alcance de nuestra capacidad lingüística. ¿Cómo se leyeron a los grandes novelistas rusos en América Latina? En traducciones no hechas ni siquiera a partir del ruso, sino de traducciones previas al francés. Apreciemos a los traductores, pero no queramos parangonarlos con los autores mayores de la tradición, digan lo que digan Borges o Benjamin; en inglés, en la actualidad, la mayoría son pasados profesores y críticos de literatura que compensan dedicándose a traducir.

Pienso, además, que lo más honesto y productivo al traducir es ceñirse lo más de cerca posible al original, conscientes de que no vamos a dar con el significado exacto de éste, o con el equivalente perfecto en la lengua a la cual traducimos. Al traducir, como al analizar la literatura, tenemos que resignarnos a las insuficiencias de lo aproximativo mucha teoría crítica se proyecta contra absolutos que no existen en el campo humanístico, por lo menos en las artes, tal vez no en filosofía. Así como no hay textos definitivos, tampoco hay interpretaciones perfectas, y toda lectura, aun la del original, está condenada al error me descubro ante Paul de Man. De no ser concienzudos y diligentes podemos incurrir en faltas ridículas o entregarnos a dudosas perífrasis y circunloquios que afean la traducción y confunden al lector. Porque hay traducciones que pretenden ser a la vez interpretaciones, lo cual está fuera de lugar y los traductores no son necesariamente los mejores críticos. El original, intensa y honestamente leído, es el que nos va a regalar la mayoría de las riquezas de un autor.

Los encomios que hace Borges de la traducción empalman con su ideario clasicista en el que los textos literarios pertenecen a una tradición que los subsume y determina, libre del creador, cuya centralidad la proclamó el romanticismo. Pero la tal tradición es abstracta y no se convierte en historia o en literatura sin la agencia de autores que la hagan real y concreta, y a quienes pertenecen los valores particulares y contingentes de cada obra. Borges pretende esconderse él mismo tras una máscara de ausencia que no es sino una estrategia suya para destacar su propia presencia, cuya firma es precisamente esa pretendida omisión del Borges real y del Borges autor. Es una falsa modestia, una suerte de hipocresía autorizada. La coincidencia de esta actitud con la cacareada muerte del autor de cierta teoría contemporánea Barthes, Foucault ha elevado la circulación de esta pose de Borges. Los mentados teóricos, vivitos y coleando, se pavonearon como célebres autores por el hegemónico París estructuralista, por cierto (ver Rodríguez Monegal, “Borges and the nouvelle critique”). El célebre texto “Borges y yo” enmarca y retrata a Borges, aun a los Borges y es el cuño más auténtico de su personalidad como individuo y como autor. Las proyecciones que un escritor hace de su propia imagen son ficciones que se adhieren a su verdadera persona, se convierten en roles que ellos mismos se ven impelidos a desempeñar. Son parte de su realidad que conviene tener en cuenta, pero que no deben determinar cómo leemos sus obras. En eso reside la verdadera deconstrucción. Hay que saber leer a los autores contra ellos mismos para no quedar como meros ecos de ellos.

Paso a dar un ejemplo de malas traducciones de un fragmento de “El Aleph”, limitándome al inglés, francés e italiano, que son las lenguas que domino aparte del español, y tengo a mano por mis labores docentes. Animo a mis lectores a estudiar el pasaje que analizo en traducciones a lenguas que ellos conozcan y yo no. Aspiro a que este ejercicio me permita revelar algo nuevo sobre “El Aleph”, porque examinar con detenimiento una traducción, mala o buena, puede ser un provechoso método de lectura, algo que he practicado a lo largo de los años y que me ha ayudado al impartir mis clases.

En el relato se ofrece una explicación accidental fortuita sobre el origen del Aleph, basada, significativamente en la equivocada interpretación de una palabra por parte de un niño el origen del objeto misterioso es apropiadamente lingüístico, una especie de juego de palabras o mala traducción, porque su presencia es literaria, producto de la relación entre dos escritores. Cuando Carlos Argentino Daneri, el primo hermano de Beatriz e interlocutor de Borges, que es el protagonista narrador, cuenta su descubrimiento inicial del mágico artefacto, dice: “yo lo descubrí [el Aleph] en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos vi el Aleph” (p. 623). Los traductores se han equivocado de plano al traducir este simple pasaje, entregándose a invenciones irresponsables, o eliminando por completo la confusión inicial causada por las palabras utilizadas. Lo que ha entendido Carlos Argentino niño es que hay un “baúl mundo” en el sótano, que él primero interpreta como “mundo” en el sentido general pero luego recapacita y se da cuenta de a qué se refieren. Un baúl mundo, como cualquier diccionario corrobora y la mayoría de los hispanohablantes sabemos, es un baúl grande y hondo, así llamado porque puede contener “un mundo de cosas”, y puede llevarse en viajes largos “alrededor del mundo”. “Grande y de mucho fondo”, dice el Diccionario de la Real Academia de la Lengua.

Comenzaré con las traducciones al inglés, que son las que más frecuentemente manejo, siguiendo un orden cronológico. Anthony Kerrigan traduce: “It’s mine, it’s mine; I discovered it in childhood, before I was of school age. The cellar stair is steep, and my aunt and uncle had forbidden me to go down it. But someone said that there was a world in the cellar. They were referring, I found out later, to a trunk, but I understood there was a world there. I descended secretly, went rolling down the forbidden stairs, fell off. When I opened my eyes I saw the Aleph” (p. 147). Esta traducción se mantiene fiel al original, pero demasiado fiel porque, como en inglés no hay equivalente para “baúl mundo”, no hay posibilidad de equivocación por parte del niño sobre lo que oye. Sólo queda la vaga sugerencia corriente de “world”, “un mundo”, pero la palabra world sola no alude a eso en inglés sino en los términos más vagos sin un contexto que lo insinúe, como lo hace “baúl mundo” en español. Cauteloso en exceso, o indiferente, Kerrigan esquiva el problema y produce un texto exento del juego verbal en que se basa, cuyas resonancias veremos más adelante y que se refiere al sentido general y profundo del relato.

Norman Thomas di Giovanni, que se erigió en empresario de las traducciones borgeanas al inglés, se trasladó a Buenos Aires para trabajar con el autor en ellas, y proclama en su título que éstas son producto de dicha colaboración (ver las biografías de Rodríguez Monegal y Williamson), traduce: “It’s mine mine. I discovered it when I was a child, all by myself. The cellar stairway is so steep that my aunt and uncle forbade my using it, but I’d heard someone say there was a world down there. I found out later they meant an old-fashioned globe of the world, but at the time I thought they were referring to the world itself. One day, when no one was at home I started down in secret, but I stumbled and fell. When I opened my eyes, I saw the Aleph” (p. 23). La invención predomina en esta errada traducción y ésta parece obedecer al imperfecto conocimiento del idioma español (descontando la pobre gramática inglesa, ¿“their” con el antecedente “someone”?). “Mundo” sólo puede querer decir “globo terráqueo” cuando decimos “bola del mundo”. Anticipando a su manera el resto del relato, lo cual no sería permisible al narrador niño, di Giovanni quiere convertir, sin más, la inventada bola del mundo (no sé por qué añade “old-fashioned”, tal vez porque camina como gato sobre ascuas) en todo un mundo, como el Aleph, suponemos. Es difícil imaginar que Borges colaborara en esta superchería.

Hurley es todavía más descuidado, si es esto posible. Escribe: “It’s mine, it’s mine: I discovered in my childhood, before I ever attended school. The cellar stairway is steep, and my aunt and uncle had forbidden me to go down it, but somebody said you could go around the world with that thing down there in the basement. The person [mejor gramática], whoever it was, was referring, I later learned, to a steamer trunk, but I thought there was some magical contraption down there. I tried to sneak down the stairs, fell head over heels, and when I opened my eyes, I saw the Aleph” (pp. 280-81). Down, down”, torpe repetición, pobreza de estilo, pero la cosa empeora. Abandonado a circunloquios, perífrasis e interpretaciones que no deben ser parte de una traducción, Hurley ya convierte el Aleph en un tareco mágico con el que se puede viajar alrededor del mundo lo cual no es precisamente lo que el Aleph hace posible. Lo único valioso de su traducción es que da un buen equivalente para “baúl mundo”: “steamer trunk” significa un baúl grande para llevar en largos viajes en vapores. Pero esto no tiene nada que ver con el vocablo “mundo”, eliminando de esa manera el motivo de la confusión inicial de Carlos Argentino. Referirse en este punto al Aleph como “artefacto mágico” es poco menos que risible.

(continúa mañana)

1 comentario: