jueves, 31 de marzo de 2022

"Una literatura indígena en sus propios términos"

“El camino que han seguido las lenguas indígenas, desde la tradición oral, para llegar a la escritura y de ahí a la literatura, ha sido arduo y complicado. Este artículo explora y documenta las fases principales de dicho recorrido, los trabajos de la etnografía, la antropología, la lingüística y los muchos esfuerzos editoriales que se han realizado para hacer frente a ‘la amenaza de muerte de muchas lenguas’.” Esto dice la bajada de la pormenorizada nota firmada por el escritor mexicano Hermann Bellinghausen, publicada el domingo 20 de marzo pasado, en La Jornada Semanal, de México.

Hitos y mitos: lenguas originarias y literatura indígena mexicana

La idea de que contar y cantar en lenguas originarias es literatura, es contemporánea. Hasta hace no mucho, la transmisión de historias y canciones se producía por la vía oral; en cada pueblo venía ocurriendo así hace siglos. Como respirar. Pueblos ágrafos en unas siete decenas de lenguas habladas en México inventaban, traducían, repetían, adaptaban mitos, rezos y trovas festivas sin alcanzar nunca la página. Ni cómo escribir en esos idiomas. Con la excepción notable de la lengua de los mexicas que enseguida de la conquista comenzó a ser transmitida en el alfabeto traído por los españoles, la mayoría se pudo escribir hasta finales del siglo XX.

Sin embargo, salvo cosillas y divertimentos de Sor Juana y momentos aislados en la obra de los cronistas e historiadores, la dignidad literaria del náhuatl no fue reivindicada sino hasta los años veinte o treinta del siglo pasado, por Ángel María Garibay Kintana y Pablo González Casanova padre (o más bien abuelo). Con formación clásica, Garibay hurgó en los manuscritos de los “antiguos” mexicanos y extrajo el primer corpus de “poesía” en náhuatl, trasladado por él mismo al castellano. Hay quien dice que “inventó” esa poesía desde el concepto occidental de la misma; Nezahualcóyotl como un vate, un Horacio o Virgilio.

“La emigración de los cuentos”
Otro pionero, más humilde en su aproximación a los cuentos indígenas, fue el malogrado Pablo González Casanova (Mérida, 1889-Ciudad de México, 1936). Filólogo ante todo, mostró temprana atención a las lenguas, y de sus treinta y seis textos recobrados sobre lingüística y folklore, el estudioso Carlos Martínez Marín destaca La lengua de Yucatán, Los indios popolocas y su clasificación, El tapachulteca, Un vocabulario chichimeca, El mexicano del Valle de Teotihuacán, Un cuento mexicano de origen francés, Un cuento griego en el folklore azteca, El orígen de los cuentos en el México indígena, entre otros.

Todo un catálogo para la época.
Su trabajo definitivo y más conocido, que no llegó a ver impreso, es Cuentos indígenas. Diez años después de su muerte lo editó la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM, 1946). En náhuatl y castellano transcribe y escribe catorce relatos de lo que llama “folklore náhuatl”, y lo hace en calidad de escritor. Los vuelve literatura. De manera temprana, es consciente de que la “pureza” autóctona no existe, que los cuentos son un río que recorre el mundo: “la emigración de los cuentos”.

En ese momento, hacia 1923, González Casanova explica: “la escasez del material reunido en lenguas indígenas, en cora y huichol, por el etnólogo alemán Konrad Theodor Preuss, y en mexicano, por el sabio antropólogo y lingüista doctor Franz Boas y por mí, no pone a mi disposición pruebas tan numerosas como sería indispensable” para dilucidar “definitivamente” si los cuentos son originales o no.

Va encontrando en ellos a los Grimm y a Scherezada, el Rig Veda y los folklores más diversos de los otros continentes. Mal que bien habían pasado cuatro siglos de la conquista y los sincretismos desatados por ella. La intuición de González Casanova y otros estudiosos ha sido confirmada por sus sucesores, destacadamente Elisa Ramírez Castañeda, como confirman tres colecciones publicadas en tiempos recientes: Tradición oral de México, en cuatro tomos (Pluralia, 2014), Del surco a la troje. Mitos y textos sobre el maíz (Pluralia-UNAM, 2020) y Mitos y cuentos indígenas de México, en dos tomos (Fondo de Cultura Económica, 2021).

El auge de la etnografía posterior a González Casanova enriqueció el acervo de cuentos, mitos e historias populares, como un producto colateral de los estudios antropológicos y lingüísticos, igual que en Preuss y Boas.

Al mismo tiempo progresa la transcripción directa de tradiciones, mitos y mentiras veras de los pueblos, conforme se fue posibilitando la escritura. Las instituciones académicas y educativas comenzaron a espulgar el folklor ya recabado, y se dieron también a la tarea de “recoger en campo” cualquier cantidad de relatos, parecidos o distintos, tema y variaciones, aportaciones autóctonas, errores de transcripción o traducción. Quizás nadie llegó más a fondo en esta danza de mitos, leyendas y recordaciones sincréticas que Alfredo López Austin.

En esta narrativa oral transcrita resulta menor el peso, al menos directo, del catecismo, la mitología cristiana y los protestantismos que conquistaron mentes y corazones indígenas traduciendo el Evangelio en lenguas, mediante el Instituto Lingüístico de Verano con matriz en Estados Unidos, sobre el caldo de cultivo de cuatro siglos de evangelización católica.

Hoy existe una literatura indígena en sus propios términos, moderna si se cree necesario decirlo así, en las lenguas más extendidas: náhuatl, zapoteco, maya peninsular, otomí, y otras incorporadas recientemente a la Galaxia Gutenberg (McLuhan dixit) como tzotzil, tzeltal y el universo “mixteco”. Puede ya establecerse el terreno propio de la tradición oral bilingüe en libros y revistas.

El eslabón perdido
La recolección de cantos, mitos y cuentos en México ha sido históricamente las más rica del continente amerindio, aún con sus censuras, manipulaciones e invenciones. Así lo reconoció el estudioso peruano Luis Millones al urdir con López Austin Los mitos y sus tiempos: creencias y narraciones de Mesoamérica y los Andes (Era, 2015). Pero había que entresacarla de las obras “serias” de los cronistas de Indias, los pedagogos liberales, los escritores indigenistas, los etnólogos y lingüistas. Pese al paternalismo postrevolucionario del Estado, no fue sino hasta 1978 que se inició la alfabetización en lengua materna “a los niños indígenas y se lanzó la difícil tarea de hacer cartillas y libros de lectura en distintos idiomas y variantes”, recuerda Elisa Ramírez Castañeda (Mitos y cuentos indígenas de México). Entonces pudo hablarse de una educación indígena bilingüe.

Aunque también sea vista como una práctica integracionista en detrimento de la cultura y la identidad de los indígenas, esta tarea de educación tuvo efectos importantes en la relación de los pueblos con su lengua y en una cierta conciencia en la sociedad mayoritaria de la diversidad lingüística nacional: nuestros muchos idiomas, que no “dialectos”.

Protagonista del proceso editorial que derivó de la creación de la Dirección de Educación Indígena dentro de la Secretaría de Educación Pública (SEP), Ramírez Castañeda refiere: “A mi entender, fue la primera vez que se grabaron, transcribieron, escribieron y difundieron textos orales que no obedecían a la lógica especializada de la etnografía o la lingüística, a pesar de que se usaban técnicas de trabajo propias de estas disciplinas para recopilarlos y traducirlos”.

Para 1988 dicha dirección había producido ochenta y ocho publicaciones en treinta y dos lenguas y setenta y cuatro variantes, y una docena de libros de lectura, ocho de los cuales conformaron la serie Tradición Oral Indígena, coordinada por Ramírez Castañeda. De ésta proceden los dos volúmenes que publica el Fondo de Cultura Económica, en muchos casos con versiones revisadas y mejoradas, tanto en castellano como en la lengua originaria del caso. Contiene narraciones en tzotzil (la noveleta El Indio Rey, narrada por José Hernández Nuj en Zinacantán, Chiapas), wixárika (huichol) nahua, ayuuk (mixe), chinanteco, ñañhú (otomí), tzeltal y tu’un savi (mixteco de Guerrero). Los textos en otomí del Valle del Mezquital son todos de Javier Salinas, precursor de la escritura en lenguas mexicanas con procedimientos modernos, en aquella misma época. Con su nueva presentación editorial, en forma de libro a dos lenguas, y la posibilidad de una distribución más amplia, estamos ante un evento cultural interesante.

Los relatos se organizan en “I. Mitos, reyes y dueños” más o menos autóctonos, y “II. Cuentos” que tienen cualquier origen y constituyen un palimpsesto de fabricaciones libres en las distintas lenguas mexicanas. La “originalidad” es lo de menos. Al fin la ficción es de todos, como le gustaba sugerir a Borges. No tiene dueño, sólo voces.

Escribir en lenguas amenazadas
Después de aquella empresa compilatoria, muchos de estos relatos han tenido otras vidas en revistas, libros infantiles ilustrados, materiales de lectura, antologías, emisiones radiales, cortos animados y redes sociales. Estamos acaso ante el eslabón perdido que explicaría, al menos parcialmente, el nacimiento en colectivo de una “literatura” en lenguas originarias que hemos visto en lo que va del siglo XXI. Hombres y mujeres que hoy publican, dan recitales, obtienen becas, premios y estímulos, ejercen un magisterio comunal para sus pueblos y honran en sus propios términos el trabajo intelectual y creativo, en su infancia seguramente accedieron a esa “educación indígena” y leyeron alguno de estos libros que, así fuera desordenadamente, la SEP incluyó en sus programas bilingües.

Para cuántos fue allí donde por primera vez se vieron en el espejo escrito del idioma materno. Y descubrieron las palabras, aunque incomprensibles, de otros idiomas como el suyo. Imaginemos lo fragmentario pero excepcional de la experiencia en las juventudes indígenas de fin de siglo. Bajo los fardos del racismo, la pobreza, la migración, la negación, el olvido y la vergüenza de hablar “indio” surgió una afirmación convincente. Una nueva dignidad.

Hoy escriben poetas en casi todas las lenguas nacionales y hay narradores profesionales que, en número creciente, redactan en o traducen a su primer idioma. Enfrentan un reto tremendo: la amenaza de muerte de muchas lenguas. Elisa Ramírez ha ironizado: “Cada día se escriben más y se hablan menos las lenguas indígenas”.

Tras el hito de los años ochenta, surgieron buenas series de narrativa oral, como la colección Letras Indígenas Contemporáneas (Dirección General de Culturas Populares), que entre 1994 y 2008 publicó antologías en totonaco, tzeltal, tzotzil, huichol y purépecha. Tan sólo en Chiapas la UNAM, el Centro Estatal de Lenguas Indígenas (CELALI) y otros organismos promovieron las series de libros Y el Bolom dice… y Cuentos y relatos indígenas.

Ya venía ocurriendo antes de 1994, pero luego del alzamiento zapatista, en los pueblos de Oaxaca, Guerrero, Puebla, Yucatán, Michoacán, Hidalgo y otras entidades, mucha gente se da a la búsqueda renovada de sus mitos y tradiciones en lengua originaria.

Todo esto pavimenta el nacimiento indiscutible, aunque de pronóstico reservado, de una literatura indígena mexicana. El proceso no tomó más de cuatro décadas. Para 2008 la asociación Escritores en Lenguas Indígenas estuvo en condiciones de reunir un tomo de narrativa (y uno de poesía): México: diversas lenguas, una sola nación.

¿Qué alcance han tenido estas publicaciones? Existen otros proyectos, quizás más importantes para los pueblos mismos, fuera de las instituciones y la lógica educativa, folclórica o editorial, como Gusanos de la Memoria en la Montaña de Guerrero o las actividades creativas y de difusión que se han dado en Guelatao, Yalalag y Juchitán. Quizá sean el modelo a seguir: los pueblos construyendo escritura, pensamiento y testimonio en sí y para sí. Allí podría residir una garantía de futuro y hasta florecimiento de tanta hermosa e irrepetible lengua amenazada.

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