La dama aragonesa:
Josefa Amar y Borbón (II)
Decía en el anterior trujamán sobre Josefa Amar que en la biografía de María Victoria López-Cordón1 se repite un tópico que deberíamos aceptar y luego rechazar.
Se trata de una pregunta que hemos leído y quizá formulado muchas veces: ¿Por qué Josefa Amar, antes de dar a conocer sus propias obras, practicó la traducción, una actividad «que podríamos considerar secundaria»? Debemos aceptar que trasladar textos (como si el traductor fuera un mero copista) es una tarea que muchos consideran inferior a otros desafíos intelectuales. Por eso no es ninguna extravagancia llegar a la conclusión de que la traducción coloca incluso a los hombres que la practican en un lugar femenino, porque lo subalterno fue siempre el lugar de las mujeres. Que en aquel escenario de la ilustración sólo muy pocas, y pertenecientes a la nobleza culta, pudieran atravesar la barrera del anonimato y dar a conocer versiones que fueran aceptadas por los editores y públicos masculinos, puede considerarse un paso más en ese lentísimo despertar de lo femenino. Josefa Amar fue incluso más lejos. Escribió textos propios, entre ellos, el Discurso en defensa del talento de las mujeres y de su aptitud para el gobierno y otros cargos en que se emplean los hombres (1786), al que siguió después Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres (1790), que podemos leer con asombro.
La pregunta sobre la inferioridad de las traducciones ronda por estos trabajos y puede expandirse, si se me permite la hipérbole, hasta el infinito. Sin embargo, ¿cuánto de original hay en la originalidad? Esta palabra que apareció en los diccionarios europeos, —entre ellos los de España— cuando la ruptura verbal del Romanticismo modificó la noción misma de autor y proyectó hacia el futuro (cuando Josefa Amar todavía vivía) la asociación entre los atributos divinos y humanos hizo olvidar, quizá para siempre, cuánto de traducción había en Shakespeare, Dante o Cervantes. Y quizá también en Josefa Amar y Borbón.
La originalidad de los originales es un mito de la escritura, empezando por las Sagradas Escrituras, que prefiere halagar al espíritu santo e ignorar el proceso de producción de un texto, la poiesis, que lleva a transformar una cosa en otra, una idea en otra, una lengua en otra. No hay diferencia substancial, desde la perspectiva del trabajo intelectual, entre la escritura original y la escritura de la traducción.
El concepto de plagio —también una palabra nueva que no se incorpora a los diccionarios de la Academia hasta 1803— puede rondar equívocamente en estas definiciones. Que la escritura sea un perpetuo fluir (y en el caso de las mujeres con saltos de siglos) de ideas y de discursos (entre ellos los de otras lenguas) describe la circulación imparable de las palabras, no las rapiñas individuales que buscan beneficiar una obra con lo ajeno. Cuando Josefa Amar traduce la elocutio retórica masculina y la hace hablar en femenino o cuando traslada todo el aparato de citas (que definió el sistema de autorizaciones de la escritura masculina desde la más remota antigüedad) a su propio discurso, y lo llama además Discurso, no está ocupando el lugar del que «hurta los conceptos, sentencias, ó versos de otros, y los vende por suyos», se limita a transformar una cosa en otra, una idea en otra, una lengua en otra. Ese perpetuo fluir se llama escritura; también se llama traducción.
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