viernes, 3 de junio de 2011

Una historia soñada de la traducción (II)

Segundo artículo, aparecido en El Trujamán, de la serie de tres, firmada por Marietta Gargatagli.

II

¿Qué impide pensar que el castellano o español se funda en una tradición heteróclita?

Debemos reconocer, para empezar, que se trata de una lengua colonizadora, a la manera del latín, y que construyó su cultura utilizando lo que encontraba a su paso. La actual nación española se fecundó en tierras que fueran al-Ándalus durante casi seis siglos. No ocurrió al revés. Y por tanto heredó las bibliotecas, los manuscritos, los aparatos científicos, las novedades técnicas, los modelos narrativos y poéticos de ese pasado árabe. Aquel mundo heredado contenía también otra cultura nacida en su interior: los sefarditas, que fueron trasladando a los nuevos reinos cristianos saberes ancestrales que incluían desde los conocimientos cartográficos a la habilidad traductora.

Ese riquísimo pasado semítico comenzó a fundirse con la tradición grecolatina, que empezaba a definir culturalmente a los otros reinos europeos, en ese fructífero proceso de traducción que tuvo su centro político en Alfonso el Sabio. En su scriptorium, se fraguaron las obras que colocaban en un mismo escenario verbal, el del castellano del siglo xiii, la Tanaj judía, la Biblia cristiana, recensiones del Homero griego, fragmentos literales del Ovidio y del Suetonio latinos y obras europeas.

Esa epopeya cultural para un imperio que no fue (aunque Alfonso X soñara con él) anticipó el imperio que vendría, aunque la historiografía no acierte a definir su verdadera forma. Como en todas las experiencias coloniales se practicó —tal como relatan las maravillosas y poco leídas crónicas de Indias— el expolio, la aniquilación cultural, la violencia sexual, la esclavitud y el sometimiento de los diferentes pueblos nativos y, al mismo tiempo, se conservaron o se relataron las historia de los pueblos que estaban desapareciendo. Ese movimiento, cuyos extremos de destrucción y conservación son inseparables, incluyó traducciones e historias de singular y perdurable riqueza.

En todos los idiomas modernos encontramos traslados silenciosos, descritos como préstamos, y que revelan la necesidad de nombrar lo todavía inexistente o la veleidad por el extranjerismo que suele tener, para los oídos foráneos, un sonido agradable. En el castellano las huellas del otro son más profundas. Señalan los contactos con culturas remotas o cercanas que, a menudo, no dejaron más señal en la historia que esas palabras castellanas. Por ejemplo, «huracán» es una voz taína, primer pueblo americano que encontró Cristóbal Colón y que, hacia 1501, antes de morir Isabel la Católica, ya había desaparecido. No así la palabra. En la documentadísima conquista del Nuevo Mundo aparece con profusión recordando una y otra vez el fenómeno atmosférico que destruía las carabelas que llegaban al Caribe, pérdidas lamentables para los diferentes cronistas y cuyo relato establece un paralelismo simbólico entre la destrucción visible y la invisible: entre los pecios hundidos en los mares tumultuosos y las palabras que navegarían hacia el futuro llevando en el alma su origen.

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