Así como hay locos que se vuelven dictadores, asesinos seriales o miembros de la barra brava de algún club de fútbol (el Milan, por ejemplo), otros se hacen escritores. Es tal vez el caso del talentosísimo Fabio Morábito, acaso una de las mejores plumas mexicanas de la actualidad, quien, tanto en cuentos como en sus poemas –para no hablar de las columnas que mensualmente publica en Ñ, como la que se reproduce a continuación, del sábado 4 de mayo pasado–, sabe introducir la necesaria cuota de chifladura como para volverse irremplazable.
El último hablante
Es cada vez más frecuente oír acerca de alguna lengua que está a punto de extinguirse y de la cual quedan unos cuantos hablantes vivos, a veces una docena, a veces dos, a veces sólo uno. En un desesperado intento de rescate, antes de que desaparezcan de la faz de la tierra, lingüistas armados de grabadora compilan diccionarios y gramáticas de esos idiomas, valiéndose de la colaboración de quienes todavía los hablan. Tomemos a uno de estos últimos hablantes. Se trata de un hombre viejo, monolingüe, que lleva una vida pobre y apartada. Sus únicos familiares son dos nietas, que le sirven de intérpretes. Ellas no hablan su lengua, pero la conocen lo suficiente como para hacerle entender las preguntas de los estudiosos. El hombre profiere las palabras de su idioma moribundo, que los lingüistas anotan con esmero. Pero resulta que, además de su edad avanzada y su semisordera, es tartamudo. Es el último hablante de su idioma y no puede pronunciar una sola palabra de corrido. Por suerte, las dos nietas conocen bien el defecto de su abuelo y pueden adivinar la forma correcta de cada palabra, “restando” los pedazos añadidos por su balbuceo. A los lingüistas no les queda más remedio que confiar en ellas. Reconocen que, para su labor de rescate, el tartamudeo facilita las cosas, pues deja cada palabra en estado puro, sin acento y perfectamente deletreada. En un sentido, todo tartamudo es un filólogo. Pero surge una duda: ese hombre viejo que durante los últimos años ha vivido con su idioma incubado dentro de él, sin poder hablarlo con nadie, ¿recuerda las palabras “sanas” de su lengua o las evoca ya contaminadas por su defecto lingüístico? ¿Qué idioma recuerda? ¿El de su gente, libre de tartamudez, o el que él estropeó durante toda su vida, ganándose seguramente las burlas de su gente? Surge pues la duda de si, de manera premeditada o no, ese hombre no se estará vengando, transmitiendo a la posteridad su versión atrabancada de los hechos, luego de padecer toda la vida las chanzas de sus semejantes, para quienes era una especie de loco o de inválido.
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