I
Entre la riqueza multicultural de la lengua castellana y cierta tradición ideológica que vela los históricos contactos al tiempo que recuerda con melancolía una perdida grandeza, parece existir una contradicción insoslayable. Esa visión anacrónica que se desliza con su rémora de pesadumbre y ceguera ocultando la verdadera naturaleza del pasado impide ver qué tuvo de extraordinario la tradición hispánica.
¿Cómo nombrar ese esplendor?
Los hablantes castellanos, durante el Medioevo, convivieron con las otras formas verbales peninsulares: navarro-aragonés, astur-leonés, catalán, gallego-portugués, mozárabe, euskera, árabe o latín eclesiástico. Esos vínculos tuvieron un complejo desarrollo que incluyó también lenguajes remotos. El árabe, la cultura más relevante del Mediterráneo, contenía formas poéticas y discursos filosóficos y científicos que reunían los ecos del sánscrito, del antiguo persa, del siríaco y del griego. El árabe fue también el vehículo de expresión de los judíos sefarditas que comenzaron en Al-Ándalus los estudios de hebreo y arameo que les permitieron alcanzar una edad de oro poética y religiosa en cuyo centro se encontraban los estudios bíblicos; también la lingüística, la filosofía y la ciencia.
El latín literario, cuyo progresivo estudio comenzó con la reforma cluniacense en el monasterio de Santa María de Ripoll, hacia el siglo xi, fue instrumento de las traducciones del árabe que se hicieron en diferentes lugares de la península. En ellas intermediaron sabios itinerantes llegados de otras naciones europeas que relacionaron las lenguas hispánicas con los otros idiomas vulgares del continente. Los propios nombres de esos intérpretes revelan la multiculturalidad de la empresa: Plato Tiburtinus [¿Roma?, primera mitad del siglo xii], Alfredo de Sareshel [Inglaterra, finales del siglo xii], Rodolfo de Brujas [primera mitad del siglo xii], Roberto de Chester [Inglaterra, primera mitad del siglo xiii], Gerardus Cremonensis [Lombardía, 1114-1175 (?)], Michael Scotus [Escocia, primer tercio del siglo xiii], Hermannus Teutonicus o Germanicus [segunda mitad del siglo xiii], Rodolfo de Brujas, Juan de Cremona, Juan de Mesina, Buenaventura de Sena, Aegidus de Thebaldis y Pedro Reggio de Parma. Algunos se quedaron muchos años, como Gerardo de Cremona, otros en cambio sólo estuvieron de paso, recogiendo y cotejando manuscritos, como Michael Scotus que también estuvo en Italia, primero en Pisa y después en la corte siciliana de Federico II. O Adelardo de Bath, del que no se sabe con seguridad que atravesara los Pirineos, pero que recorrió Siria, Italia y Francia.
Hacia finales del siglo xv, cuando el mapa lingüístico peninsular adquirió aproximadamente su diseño actual: castellano, catalán, gallego, portugués y euskera, se produjeron los primeros viajes a América y el comienzo de un intercambio cultural con algunas de las 133 familias lingüísticas del Nuevo Mundo. Los desplazamientos coloniales llevaron el castellano hacia Asia y África, donde algunos religiosos conocieron el chino, la lengua de la antigua Formosa, la de Vietnam, una parte de los ochenta idiomas y dialectos de Filipinas y diversas lenguas africanas que no tenían entonces forma escrita.
Si antes de la desaparición del imperio español se hubiera podido imaginar una biblioteca virtual con los testimonios de estos intercambios verbales veríamos alineados, unos detrás de otros, los volúmenes de lo que hoy podría ser la verdadera cultura hispánica: gramáticas, diccionarios, textos religiosos y poéticos, obras filosóficas, de ciencias naturales y de ciencias físicas, narraciones, literatura de viajes, tratados de historia, de arqueología, de mitología. Escritos en castellano, catalán, aragonés, gallego, hebreo, árabe, latín, quechua, náhualt, guaraní o tagalo. Podría imaginarse que se trata de un universo verbal delirantemente utópico. En absoluto. El padre de la lingüística comparada, el jesuita español Lorenzo Hervás y Panduro, antes de terminar el siglo xviii, había logrado reunir en compendiosos volúmenes, nunca editados, la descripción de 150 lenguas y una versión del Pater noster traducida a 300 idiomas.
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