Publicado el 22 de octubre pasado por
Patricio Zunini en el blog de la
librería y editorial Eterna Cadencia, el siguiente resumen da cuenta de los últimos
pasos del derrotero seguido por el Proyecto de Ley de Derechos de los Traductores y Fomento de la Traducción y la
correspondiente reacción despertada entre algunos miembros del Colegio de
Traductores Públicos de Buenos Aires.
No
existe en la Argentina
una legislación sobre la labor de los traductores literarios. La tarea queda
contemplada por ciertos artículos de la Ley de Propiedad Intelectual, pero, al no
haber un marco jurídico específico, es en el trato con la editorial donde se
terminan de definir obligaciones y derechos. Además, en tanto que cada vez es
mayor el consenso en considerar al traductor como coautor —el viernes pasado,
el 81° congreso del PEN, que se realizó en Quebec, se cerró con un documento en
el que lo definía como “creador”— aquella ley ha comenzado a perder vigencia,
ya que lo considera casi como un prestador de servicios.
En un artículo publicado hace
dos años, Pablo Ingberg señalaba la situación de vulnerabilidad a la que está
sometido un traductor debido a que el Código Civil no contempla su problemática
como “autor de obra derivada”: mala remuneración, contratos leoninos, el verse
obligado a ceder los derechos de propiedad de la traducción. “Que los
traductores argentinos, continuadores de una larga tradición de excelencia,
trabajen aún en condiciones tan retrógradas como las actuales obedece en buena
parte a su aislamiento y carencia de entidad gremial representativa. Por eso es
tan necesaria esta ley.”
En ese
entonces, el propio Ingberg (escritor y traductor) junto a Andrés Ehernhaus
(editor y traductor) y a Estela Consigli y Lucia Cordone (ambas en
representación de la
Asociación Argentina de Traductores e Intérpretes) elaboraron
un borrador tomando como antecedentes normativas de otros países (Brasil,
España, Holanda, etc.), lo hicieron circular por correo electrónico entre
distintos colegas, y con los nuevos aportes lo enviaron a la comisión de
cultura de la Cámara
de Diputados: el proyecto, que fue trabajado por Roy Cortina, Victoria Donda,
Julián Domínguez y Miguel del Sel, entre otros, buscaba poner al traductor en
el mismo nivel que el autor; de hecho, compartía varios artículos con la Ley de Propiedad Intelectual,
ajustados, por supuesto, a la figura del traductor. Sin embargo no llegó a ser
tratado en la Cámara. El
mes pasado un nuevo proyecto (expediente número: 4952-D-2015) fue presentado a la comisión.
Controversias
Que el
traductor tenga el mismo estatus que el escritor necesariamente implica un
cambio en la forma de percibir sus ingresos. En el esquema sin marco
regulatorio, algunas editoriales contratan los servicios del traductor y
explotan la obra: el traductor cobra por el trabajo entregado y la editorial
dispone de la posibilidad de reeditar la obra sin necesidad de pagar regalías.
Con el nuevo proyecto el traductor recibiría un anticipo y luego, al igual que
el autor, un porcentaje de las ventas. Cabe señalar que esta práctica ya había
sido adoptada por muchas editoriales desde mucho antes del debate.
Dice
el artículo 11 del nuevo proyecto:
La retribución acordada a favor del traductor debe ser
equitativa y proporcional a los beneficios que el usuario [la editorial]
obtenga por la reproducción, distribución y explotación de la traducción.
Consiste en una suma fija en concepto de anticipo de derechos de autor, que el
traductor conservará independientemente del monto que alcancen dichos
beneficios y un porcentaje sobre éstos, incluidos los surgidos de las sucesivas
reediciones y adaptaciones de la traducción a otros formatos o géneros
artísticos, y otras operaciones comerciales con terceros. Ese porcentaje, que
se calcula sobre el precio de venta al público, no puede ser inferior al uno
por ciento (1%) para las ediciones de la traducción en papel; al dos y medio por
ciento (2,5%) para el caso de su explotación a través de medios digitales; y al
cinco por ciento (5%) cuando —cualquiera sea el formato de edición utilizado—
se trate de la traducción de obras de dominio público.
Aunque
parezca que se habla de valores bajos, son costos que se agregan a la cadena de
producción, ya de por sí bastante comprometida. El anticipo del traductor,
además, suele ser mayor al de un autor —está asociado a una tarifa por millar
de caracteres antes que a la expectativa de ventas—; hay editoriales que asumen
ese monto inicial previendo que van a obtener los beneficios en las ediciones
subsiguientes y el nuevo modelo va a impactar necesariamente en el plan de
negocios. El Estado debería contemplar de qué manera el cambio en las condiciones
afecta a la bibliodiversidad: no todas las editoriales van a estar en
condiciones de asumir estos costos iniciales y, por otra parte, es probable que
se trasladen a un aumento en el precio de venta al público.
Con el
proyecto reavivado en Diputados, esta semana surgió una nueva voz opositora: el
Colegio de Traductores Públicos de la
Ciudad de Buenos Aires rechazó el artículo que define que
«[Se entiende por] Traductores: a las personas físicas que realizan la
traducción de obras literarias, de ciencias sociales y humanas, científicas y
técnicas sujetas a propiedad intelectual, cualquiera sea su formación
profesional». En un comunicado publicado en su página web, el
Colegio de Traductores Públicos expresa que «No podemos aceptar que se
reconozca como profesional de nuestra labor a quien no tiene título
habilitante». El reclamo es llamativo, ya que el traductor público está
amparado por la Ley 20305. Frente al planteo del Colegio de
Traductores Públicos, Marcelo Cohen envió una carta abierta a Nora Bedano, una
de las diputadas que trabaja en la comisión de cultura, que aquí transcribimos
en su totalidad:
Estimada diputada Nora Bedano:
Soy traductor profesional desde hace más de treinta años. He
trabajado para muchas de las editoriales más importantes de Argentina y España
(Losada, Anagrama, Tusquets, Edhasa, Planeta, Norma y otras) y traducido del
inglés, francés y portugués más de 120 libros de narrativa, ensayo y poesía,
desde William Shakespeare hasta autores de la narrativa más contemporánea. He
escrito ensayos sobre la tarea del traductor y he sido honrado con premios.
Quede claro que la traducción es además mi modo de ganarme la
vida.
Si digo todo esto no es para alardear sino para que usted
sepa que no soy un improvisado.
Antes que nada, en nombre mío y de mis colegas, quiero
expresarle nuestro agradecimiento por haber avalado con su firma el proyecto de
Ley de Derechos de los Traductores y Fomento de la Traducción (expediente:
4952-D-2015), ingresado el 10 de setiembre y al que se le ha asignado giro a
las comisiones de Legislación General y de Cultura.
Creemos que su apoyo para la aprobación del proyecto de ley
permitirá respaldar a un sector tan decisivo para el desarrollo cultural como
poco visible e injustamente desprotegido por los usos y costumbres, así como
actualizar las leyes vigentes que regulan nuestra actividad, en consonancia con
las de la mayor parte del mundo.
Sin embargo no puedo dejar de expresarle mi alarma ante la
versión, llegada a mí en estos días, de que usted querría proponer alguna
modificación al artículo 2 del proyecto de Ley, relativa a la obligación de ser
titulado para ejercer la profesión, un requerimiento legal inexistente en
ningún lugar del mundo.
Me desconcertaría y abatiría que una norma de este cariz me
impidiera seguir trabajando en mi país después de tantas décadas sirviendo a la
cultura, la industria editorial y, creo yo, a los lectores. Lo consideraría
atrozmente injusto y desatinado.
Mi caso no sería el único, ni mucho menos. Decenas de
nuestros mejores traductores, reconocidos en el mundo y por los lectores,
carecen de título específico –aunque muchos tienen otros títulos, y desde luego
una sólida formación. Aparte del perjuicio y las aflicciones que conllevaría
para ellos, la calidad de nuestra producción editorial de textos traducidos
sufriría una merma incalculable.
Le ruego que, de ser cierta la versión, revea usted
seriamente el sentido de una propuesta que perjudicaría gravemente a la cultura
y el trabajo en nuestro país.
El
debate sobre los derechos de los traductores es uno de los más urgentes de la
industria editorial. En los últimos tiempos ha habido mesas y paneles en
ferias, congresos, jornadas profesionales. Y, aunque da la impresión de que
todavía falta mucho por recorrer, los avances en contra de la precariedad
laboral son más que evidentes. Es para celebrarlo.
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