José Luis Mangieri (1924-2008) fue un poeta y editor argentino
que publicó más de ochocientos títulos originales en La
Rosa Blindada , Ediciones Caldén y Libros de Tierra Firme, las tres principales editoriales que tuvo. Por
allí pasaron los mejores poetas argentinos y extranjeros, además de gran número
de narradores y ensayistas del mundo entero.
Personaje entrañable de Buenos Aires, nexo entre
generaciones y figura absolutamente romántica de la edición, además de uno de los mejores tipos que uno pudiera encontrar, quien no haya
tenido la suerte de conocerlo debería leer sobre él y sus interminables pruebas de picardía y buena fe en Es rigurosamente cierto, su autobiografía a muchas voces, publicada
por Hernán Casabella y Karina Barrozo en Libros del Rojas
El pasado 10 de octubre, el poeta Fabián Casas le dedicó su columna dominical del diario Perfil. Allí lo nombra “Cauli”, apodo con que solía
llamarlo por su parecido con el personaje del homónimo jefe de la serie
televisiva “Los profesionales”.
La leyenda del indomable
Spinoza decía que una potencia le otorgaba intensidad
a otra. Pienso en personas que conocí y me pregunto si estaré a la altura de
sus enseñanzas.
No pasa
un día en que no recuerde a José Luis Mangieri. José Luis fue uno de los
grandes editores argentinos. Un hombre que estaba siempre en presente puro. Yo
lo conocí cuando pasaba los 60 años y lo pude disfrutar veinte largos más. A
los 60 estaba, como a los 70, en su mejor forma. Trabajando como un soldador,
uniendo gente dispar, haciendo asados en su casa con maderitas que recogía de
la calle y una pava de agua en la mano derecha para sujetar las llamas. Sé que
emocionarme pensando en él, hundirme en la nostalgia, es algo antimangiérico.
El no hacía eso, siempre vivía con la intensidad del rayo. Pasa que abrí para
unas clases El Solicitante descolocado de Leónidas Lamborghini y leí: “un huevo
frito para mí/ un huevo frito para vos”. Esos versos tan raros de Leónidas que
expanden el arco de la poesía contemporánea. Cuando no había asado, Mangieri
hacía arroz y huevos fritos. Aunque él se vestía como un lingera existencial,
su cocina y su casa estaban siempre limpias y ordenadas. Rompía cada huevo en
un jarro y después los ponía en el aceite. Gracias a la libertad estilística de
Leónidas, esos mediodías en la calle Mercedes vuelven hoy a mí. Ahí está Cauli
dándome de comer: un huevo frito para mí, un huevo frito para vos.
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