martes, 22 de marzo de 2016

Traducción, derechos de autor y militancia (II)

Segunda nota de la serie firmada por Andrés Ehrenhaus en El Trujamán.

Autores de qué
Hacia y por una ley de traducción autoral en Argentina
  
¿De qué hablamos cuando hablamos de traducción autoral? Vayamos por cortes. Si hacemos caso a la navaja de Occam, traducir a secas es llevar un discurso (no necesariamente escrito) de una lengua a otra; lengua entendida aquí, además, como sistema de reglas y referencias culturales particulares. Se trata, por tanto, de una operación intelectual, que exige cierto grado de destreza y especialización, llevada a cabo, hoy en día, no solo por personas sino también por máquinas. Tal vez la utopía de muchos usuarios para los que la traducción es un gasto variable que incide en los costes productivos de un servicio o artículo consiste en llegar a la traducción ex machina total; sin embargo, por ahora son las propias máquinas (y no la poesía) las que se pierden en la traducción, en tanto que los traductores humanos nos perdemos en los andurriales económicos y laborales que condicionan nuestro quehacer profesional.

Haciendo un tajo fenomenológico de ese quehacer, veremos que se nos parte en dos grandes rodajas o campos funcionales. Aquí, sin duda, la función social de cada campo es esencial, pues determinará la taxonomía. Por un lado tenemos la función registral o neutrade la traducción; por el otro, la función retórica o plástica. Ambas son inversamente proporcionales entre sí y se rigen por lógicas simbólicas divergentes: cuando el traductor actúa como garante de la fidelidad documental de una copia, sus competencias autorales son prescindibles, pues presta un servicio de índole pública o administrativaque se sustenta en la ficción de una subjetividad igual a cero; en cambio, cuando el traductor actúa como agentede la traslación pero también, y esencialmente, de la pérdida o transformación que de esa traslación se derivan, su potestad fehaciente y la ficción de objetividad son innecesarias, porque lo que queda a la vista es la imposibilidad de la neutralidad. Y si a los primeros les confiere autoridad el Estado, o una instancia administrativa equivalente, a los segundos la autoridad se la arroga la puesta-en-el-mundo de la obra. Los unos son puntos de fijación; los otros, vectores libres.

Así, no es la persona sino la función que asuma la que determinará a qué campo pertenece su actividad y qué reglas, tanto de hecho como de derecho, la atraviesan. Puesto que ambos campos operan en instancias funcionales distintas, las leyes y normas de mercado que las condicionan también lo son: la una es un servicio público o privado; la otra, un acto que genera una mercancía compleja llamada obra. Dos cosas caracterizan a una obra como mercancía: a) es moralmente inseparable de su autor; b) no es necesario ser su autor para ejercer el derecho a explotarla. La Ilíada(centrémonos en las discursivas) es de Homero, y no es Homero quien la reproduce para ponerla a la venta. De acuerdo, Homero hace mucho que ya no puede hacerlo (e incluso podría no haber existido nunca), ¿pero qué hay de Ruiz Zafón? Cuando decimos que Ruiz Zafón vende mucho, cometemos una ingenua metonimia: quien vende muchos ejemplares de sus obras es su editor, o los distribuidores, o los libreros. No obstante, Ruiz Zafón, nos consta, percibe una parte proporcional de los beneficios que arrojan estas ventas.  A esa lógica simbólica y de mercado pertenecen las obras y, por consiguiente, las traducciones. En cambio, un documento público no es de nadie, carece de autor, aunque alguien lo haya redactado. Y en tanto no adquiera función de obra, su lógica será otra.

¿Cuál es la autoridad de estos autores, de Homero, de Ruiz Zafón? ¿En qué se sustenta su eficacia funcional? Como apuntamos antes –y desarrollaremos más adelante–, en su puesta-en-el-mundo. Igual que la de las traducciones autorales. Ahora ya podemos decir que cuando hablamos de traducción autoral nos referimos a la operación de llevar una obra literaria, científica, incluso técnica, de una lengua a otra, de tal modo que la obra resultante sea nueva y única pero derivada de la primera. De eso somos autores, de esa mercancía compleja. ¿Por qué insisto en esa visión tan antipática, tan poco romántica, tan árida de las obras de creación? ¿Por qué ese empeño en verle solo sus valores de uso y de cambio, su faceta propietaria? Porque si no la hacemos bajar al duro suelo de las relaciones de mercado, tampoco nosotros, como autores de traducciones, estaremos en la realidad. Las leyes, como el mar, atemperan la amplitud térmica de la tierra. Y si nosotros no nos situamos en ese terreno árido y poco romántico, no sabremos qué podemos esperar e incluso exigirles que regulen.

Como muestra, un botón: en la Argentina de hoy, que un traductor entregue para siempre el derecho de explotación de su obra a un editor no solo no es ilegal sino que es práctica habitual del mercado. Eso solo ya merece un marco simbólico más justo y actual. Pero no es lo único.

4 comentarios:

  1. ¿Quién es este muchacho, Sr. Fondebrider? Hau que reconocer que a menudo la pega, por decirlo de algún modo

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  2. Es un joven traductor instalado en España, que, como demuestra la foto, se dedica a las manualidades. Saque usted sus propias conclusiones.

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  3. Entiendo que es por eso que la pega, Sr. Fondebrider. Muchas gracias por iluminarme al respecto. Si tiene contacto con él más allá de cuidarse de quedar pegado, dele mis respetos.

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  4. Aun a riesgo de ser infidente, coresponde decir que Ehrenhaus, en la foto, estaba demostrando cómo hacer una tapa hermética para granos usando una bolsa de plástico y un pico de gaseosa recortado. A eso se dedica cuando no traduce Shakespeare.

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