Si al presidente Macri le interesaran mínimamente la educación y la cultura, tal vez habría tenido la delicadeza de invitar a la Casa de Gobierno al rector de la Universidad de Buenos Aires para felicitarlo por la destacada ubicación que en el ranking internacional de universidades ocupó la casa de estudios porteña, primera respecto de todas las otras instituciones colegas de Latinoamérica. Esa invitación, de la que gozan las selecciones deportivas nacionales y no pocos curiosos visitantes –como los Rolling Stones y los sobrevivientes de Queen, cuando era Jefe de Gobierno–, no tuvo lugar. Sin embargo, cuando se hace mención pública de esto, muchos integrantes del partido gobernante se ofenden y tienden a minimizar la cuestión, acaso por provenir de universidades privadas de ésas que no figuran en los rankings de excelencia.
Hace exactamente una semana (para mayor precisión, en la entrada del
pasado 4 de junio de este blog), la periodista Patricia Kolesnicov criticaba, desde
las páginas del diario Clarín, una publicación que raramente se opone al gobierno actual, la
falta de voluntad política para poner en marcha la tan cacareada Ley de
Mecenazgo, anunciada con bombos y platillos por Macri, la
vicepresidente Gabriela Michetti, el jefe del gabinete de ministros Marcos Peña y el ministro
de Cultura Pablo Avelluto al principio de su gestión. En la misma línea, pero el pasado 6 de junio,
Kolesnicov volvió a la carga para señalar el gigantesco “ajuste ejemplificador”
previsto para el presupuesto de este año y las quejas de varios de los responsables de
instituciones dependientes del Ministerio de Cultura a los cuales la gestión
diaria se les hace cada vez más difícil por falta de fondos.
Hasta dónde
apretarle la billetera a la cultura
La primera piedra la lanzó, como
distraídamente, el ministro Nicolás Dujovne. El proyecto era secreto pero llegó
a oídos del periodista Nicolás Wiñazki, quien este lunes lo publicó con el
nombre de “plan tijeras”. En pocas palabras, se trataba de recortar 10 mil
millones de pesos adicionales al sector público, además de los 20.000 ya
anunciados. En esa volteada caían organismos culturales como el Teatro
Cervantes y la Biblioteca Nacional. No habían pasado doce horas de conocida la
noticia cuando desde Hacienda se dejaba saber otra cosa: que el “ajuste
ejemplificador” estaba suspendido hasta que se terminara la negociación con el
FMI.
Chistes aparte –seguro que el FMI exigirá mayor presupuesto para Cultura,
ya la vemos a Lagarde aullando “¡plata para el Cervantes, plata para el
Cervantes!”– en el sector tomaron nota de lo que se viene. O para ser más
precisos, de lo que ya se vino. No por nada, hace unas semanas Alberto Manguel,
el director de la Biblioteca, decía que el custodio del patrimonio libresco de
la nación no tenía “ni para café”. Y no por nada los proyectos que esperaban
ser financiados por la Ley de Mecenazgo porteña –que está vigente– descansan
cómodamente en los cajones o han sido directamente rechazados mientras el
gobierno porteño prepara una nueva ley. Es que el dinero que va a la cultura
por mecenazgo se resta de lo que entra por impuestos. ¿Hace falta explicar más?
Anécdotas hay muchas: como que hacía frío el
viernes 1 en el Museo de la Lengua –que depende de la Biblioteca– cuando se
presentó la lectura del Quijote en Twitter y los guardas deslizaban que no
había calefacción. O que por segundo año consecutivo no se compró ninguna obra
para el Museo Nacional de Bellas Artes en arteBA.
¿Por qué no hubo plata para obras nuevas si
los cuadros los paga la Asociación Amigos del Museo y no el Estado? Fácil:
porque la Asociación está pagando gastos corrientes, armado de muestras. En
2017, la Asociación aportó al mayor museo argentino 15 millones de pesos y para
este año la estimación son 17,5. ¿Mucho o poco? Bastante, si se tiene en cuenta
que el presupuesto 2018 del Museo es de unos 113 millones pero el operativo –el
que se usa efectivamente para montar las exposiciones– alcanza los 35.
El Ministerio de Cultura no necesita que
Dujovne le recorte: ya lo hizo. En 2017, gastó sólo el 88,1 por ciento de lo
que tenía. Es decir, que si partió de los casi 3.300 millones de pesos –exactamente,
3.298.217.302–, ahorró algo más de 375 millones de pesos. ¿Mucho o poco? Bueno,
el Cervantes –que Hacienda quiere achicar– tiene en 2018 un presupuesto de casi
331 millones. Es decir, lo que se ahorró en Cultura en 2017 es más que lo que
se otorgó al teatro para todo 2018.
La inflación también hizo lo suyo. “Cada vez
tenemos menos plata”, susurran en la Biblioteca. Los números dicen que es así:
el presupuesto 2016 fue de unos 417 millones de pesos y, tras una inflación que
tocó el 40 por ciento ese año, el de 2017 fue de algo más de 473: el aumento no
alcanzó al 14 por ciento. Por ahí se quedó lo del café.
En
este contexto no hay que esperar que prospere la Ley de Mecenazgo nacional, que
con foto y alegría presentaron Mauricio Macri, Gabriela Michetti y Marcos Peña –y
el ministro de Cultura Pablo Avelluto– en septiembre de 2016. La ley establecía
una quita de impuestos de hasta el 50 por ciento para proyectos realizados en
Buenos Aires, hasta el 80 para el resto del país y hasta el 90 para los que se
declararan “de interés especial”. En definitiva, destina a la cultura parte de
los impuestos de un donante y lo obliga a poner de su bolsillo otra parte.
Además, ese proyecto impide pedir fondos de mecenazgo a instituciones
vinculadas a empresas –para que no se donen a sí mismas– y establece que
cualquier adquisición que se haga con esta plata deberá ir a una institución o
espacio público. Todo muy lindo pero la ley cayó en diciembre en el Senado y,
aunque fue vuelta a presentar, nadie espera que encuentre defensores. Tiempos
de “ajuste ejemplificador”.
¿Por qué el Estado debería pagar la cultura?
Esta idea se remonta a la Revolución Francesa, la que derribó a los reyes y
llevó a la burguesía, la gente común, al poder. “El 'proyecto de ilustración' –dice
el pensador francés Zygmunt Bauman en su libro La
cultura en en el mundo de la modernidad líquida– otorgaba a la cultura el
estatus de herramienta básica para la construcción de una nación, un Estado y
un Estado nación, a la vez que confiaba esa herramienta a las manos de la clase
instruida”.
De otra manera, algo parecido decía, hace algunos años, Juergen Boos, presidente
de la Feria del Libro de Frankfurt, la más importante del mundo. Le preguntaron
para qué hacía falta leer, por qué tanto esfuerzo. El alemán no dudó: “Para
formar ciudadanos críticos”, dijo. Todo esto para formar ciudadanos críticos.
En eso hay que pensar antes de apretar la
billetera.
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