El
pasado 22 de abril, Matías Serra Bradford publicó en la revista Ñ la siguiente
nota a propósito de Ezra Pound y de los libros y eventos que, en estos días,
ocupan las páginas de distintos diarios.
Ezra Pound: días y noches del poeta
de todos los siglos
Los Cantos de Ezra Pound son el poema más ambicioso –y el fracaso
menos rotundo– del siglo XX. Son una epopeya cortada a cuchillo, una travesía
de accidentes milagrosos, el panóptico de un preso inminente, un atlas con la
historia entera a cuestas. Figura excepcional por diversas razones –entre ellas
el de haber sido, como Beckett, un escritor fotogénico toda su vida–, Pound fue
un caso ejemplar de revolucionario que honra la tradición y la renueva.
El aspecto vanguardista de los Cantos, en todo caso, era el caballo de
Troya con el que Pound buscó infiltrar a los clásicos griegos, chinos y
latinos. “Ningún arte creció jamás mirando a los ojos del público”, advertía. Y
los Cantos son un diario
público, atomizado, la oda a la simultaneidad de un monologuista en el centro
de un maelstrom. La voz genera el maelstrom y el maelstrom la mantiene domada.
La autoridad de la voz hace creer que el poeta guarda –con el sorriso malizioso
de uno de los personajes de esta maratón superpoblada– los puentes faltantes en
su interior. El extraordinario rango de Pound –de esos capaces de mentir en un
cementerio– no era solo literario; incluía el arte, la arquitectura y la
música. Y a cada cosa le llega su segundo.
“Tenía que ser una forma que no excluyera
algo meramente porque no calzaba”, bromeaba a medias, mientras empataba la
historia mayúscula con la cursiva de la historia personal, y las recapitulaba y
recompaginaba. Ya en su ensayo The
Spirit of Romance, sobre Dante y los trovadores provenzales, afirmaba que
“todas las épocas son contemporáneas” y que en literatura “muchos hombres
muertos son los contemporáneos de nuestros nietos”.
De apariencia torrencial, los Cantos sufrieron un montaje espaciado,
meditado: “Solo las secuoyas son lo bastante lentas”. La impresión que dejan
las líneas de Pound es de atajos, de unir sin escalas un punto remoto del mapa
con otro que se volcó del planeta. El montaje es lo que el material exige a
cambio de sus secretos, y hace oír “a las ranas croando contra los faunos/ a media
luz”. En ese mar babélico y pentecostal, de palabras compuestas, de
ortografía a menudo artrítica, el encadenado de conexiones dispares por
momentos arroja restos deslumbrantes: “La torre, como un enorme ganso de un
solo ojo, se empina sobre el olivar”. O bien, “panteras agazapadas junto a la
escotilla de proa,/ y el mar azul profundo en torno”.
El relato –Pound repetía que los poetas
debían escribir al menos tan bien como los mejores prosistas– avanza impulsado
por vientos y pautado por sentencias confucianas, de dicción clara y sentido
múltiple. Los ideogramas chinos que salpican las hojas de los Cantos aportan una especie de
serenidad gráfica, sostenida por la dulzura que Pound sabe susurrar a menudo:
“Los pétalos del damasco vuelan de este a oeste/ y yo he procurado impedir que
caigan”. Y más tarde: “La azalea creció mientras dormíamos/ en Selinunt”. Su
adoración hacia Venecia –uno de los hilos de Ariadna de la obra– por obvia no
deja de hablar por él.
“Nada cuenta excepto la calidad del
afecto”, suelta el combativo y afable timonel y arponero Pound en medio del
oleaje (y ya en una carta había avisado que “la gente que ha perdido la
reverencia ha perdido mucho”). Uno de los espíritus menos celosos de la
historia de la literatura, Pound era un ave rapaz para detectar talento, para
editarlo, para promoverlo. Pasó con el Ulises de
Joyce, cuyas primeras entregas colocó en pequeñas revistas que usaba de
plataformas de lanzamiento. Pasó con Eliot, cuya Tierra
baldía corrigió de principio a fin y abrevió lápiz en mano. Pasó con
la poeta Marianne Moore, el poeta y espía Basil Bunting, y el narrador y pintor
Wyndham Lewis. En plena navegación su sextante determinó la posición de estos
astros dispersos.
La lista –creer o reventar– es kilométrica
y excluye desaciertos. Los títulos de algunas de sus obras hacen de espejo de
su brío evangélico, de su labor como instructor de horario completo: How to Read, Guide
to Kulchur, ABC of Reading.
Lo deslizaba con incisiva modestia en su poemario Cathay: “La lealtad es
difícil de explicar”. Para los que desconfiaban de su claridad, aseguraba que
lo que uno ama bien es la verdadera herencia.
En su memoria Fin al tormento. Recuerdos de Ezra Pound,
la poeta Hilda Doolittle apunta que “lo extraño es que Ezra fuese tan
increíblemente generoso con cualquiera que le pareciese que tenía la menor
chispa de talento sumergido”. (Este otro mosaico es también una reconstrucción,
la de un viejo romance, en el que Doolittle confiesa que bailaba con Pound “por
lo que decía” y se eleva a alturas considerables: “Nieve sobre su barba. Pero
no tenía barba, por entonces. La nieve sopla desde las ramas de pino, polvo
seco sobre el oro rojo”).
Por su parte, el beneficiario Eliot también
le salió de testigo: “Engatusaba y casi forzaba a otros a escribir bien: de
manera que a menudo presenta la apariencia de un hombre tratando de explicarle
a una persona muy sorda que su casa se está incendiando”. Con lógica marcial,
quien nunca dejó de hacer campañas pedagógicas jamás dejó de ser un alumno. Su
amigo el poeta W.B. Yeats anticipaba que “la misma curiosidad de su intelecto
logrará que su aprendizaje sea extenso”. Su interés por otras literaturas y
otras lenguas fue canibalizado explícitamente en su obra. Pound quería ver la
noción de recirculación –de citas, de nombres, de dinero– puesta en práctica y
puesta en escena.
Ese eclecticismo desquiciado y su manejo
magistral de tantas formas métricas y géneros, no volvieron más inapresable su
gusto (aunque en él se parecía más bien a un juicio, centrado en la calidad).
“Tiene más principios razonables que gusto”, acotaría Yeats, que practicaba
esgrima –literal y figurativamente– con Pound en una cabaña perdida en el sur
de Inglaterra, cuando el futuro autor de los Cantos se
ofreció como secretario trilingüe. En revancha, las observaciones de Pound
podían ser demoledoramente precisas, mientras daba vuelta como un guante
cualquier reflexión esperada: “La técnica es la prueba de la sinceridad”.
Pound sostenía que la única crítica “de
valor permanente o moderadamente perdurable” pertenece al que hace el próximo
trabajo (su ejemplo era Joyce como crítico de Flaubert). La tarea de un
traductor también puede verse como ese trabajo siguiente. La versión integral
de los Cantos que realizó Jan
de Jager regresa y rehace a Pound, retomando uno de sus primeros versos: “el
océano revertía su curso”.
Como Pound, la traducción tiene el
equilibrio –y los desequilibrios– justos. El Canto XIII murmura su decálogo:
“Cualquiera es capaz de incurrir en excesos./ Es fácil colmar la medida./ Lo
difícil es afirmarse en el medio”. Autor y traductor nunca pierden el norte y y
consiguen lo que promete una de las líneas: “Y con un solo día de lectura un
hombre ya tendría en sus manos la clave”. Pound sabía de sobra qué podía estar
esperándolo a la vuelta de la esquina o de un siglo y se adelantó atacando “la
muy perniciosa idea actual de que un buen libro debe ser necesariamente uno
aburrido”.
Sus años oscuros –de antisemita
vociferante– tuvieron un castigo nada envidiable y un arrepentimiento nada teatral.
“Juzgar a un hombre es juzgar un sueño”, apuntó J. Rodolfo Wilcock, justamente,
a propósito de Pound. En una página en curso o en una biografía cerrada,
en la medida en que uno desorienta tiene un enigma para presentar.
Cantos, Ezra Pound. Traducción: Jan
de Jager. Sexto Piso, 1.209 págs.
Fin
al tormento. Recuerdos de Ezra
Pound + El libro de Hilda, Hilda Doolittle y Ezra Pound. Ediciones
UDP, 200 págs.
Exultations y Lustra de Ezra Pound, y Poeta en el manicomio de William
Carlos Williams. Buenos Aires Poetry, 160 págs, 180 págs, y 38 págs.
Jornadas
Ezra Pound en la Argentina. 24 y 25 de abril, 18 a 21. Museo
del Libro y de la Lengua. Biblioteca Nacional, Las Heras 2555, CABA.
Participan: Jan de Jager, Jorge Aulicino, Juan Arabia,
Jorge Fondebrider, Matías Battistón y otros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario