Hoy se ofrece la ponencia que el Administrador de este
blog leyó el sábado 30 de marzo en la mesa redonda sobre "Corrección
política y lenguaje", que
compartió con Ivonne
Bordelois, el escritor mexicano Jorge
Volpi, el periodista español Alex
Grijelmo y el filólogo español Pedro
Álvarez de Miranda.
Panhispanismo: ¿las cosas por su nombre o espejitos de
colores?
El Diccionario de la Real Academia define “gentilicio”
a partir de tres acepciones: 1) que denota relación con un lugar geográfico [y
agrego, ya sea por barrio, pueblo, ciudad, provincia, región, país o
continente], 2) perteneciente o relativo a las gentes o naciones y 3)
perteneciente o relativo al linaje o familia [a lo que nuevamente sumo, también
las entidades políticas]. Los gentilicios se pueden sustantivar; es decir, uno
puede referirse a una persona, mencionándola únicamente por su gentilicio. Por
caso, soy porteño, habitante de la ciudad de Buenos Aires, y no bonaerense –como
nos llaman genéricamente en España–, que es como se nombra a los habitantes de
la Provincia de Buenos Aires.
La imposición del nombre también se da en
muchos y muy variados contextos. Podría pensarse que el conquistador puede
nombrar como quiera al conquistado. Los españoles, por ejemplo, llamaron
“araucanos” a los “mapuches”, nombre que en lengua mapudungun –la que habla
este pueblo del sur de Sudamérica– significa “gente de la tierra”. Los
ingleses, en cambio, a los canoeros del Canal Beagle, los denominaron “tekenika”
porque, cuando el capitán Robert Fitzroy les preguntó en inglés cómo se
llamaban, los canoeros contestaron “tekenika”, que en lengua yámana –denominación
que los propios yámanas se asignaban a sí mismos– significaba “no entiendo”.
Tanto en el caso de los españoles y los mapuches, como en el de los ingleses y
los yámanas, hay un notable desequilibrio de fuerzas. Sin embargo, las formas
de nombrar erróneamente a otros pueblos no son privativas de los más fuertes. Cuando,
antes del siglo XVI, los mapuches comenzaron decididamente su expansión hacia
el este, invadiendo las vastas mesetas de la Patagonia argentina, llegando
incluso hasta el sur de la provincia de Córdoba, fueron imponiendo –en alguna
ocasión por la fuerza–, sus usos, costumbres y, fundamentalmente, su lengua a
los pueblos que iban encontrando. Al hacerlo, también les cambiaron los nombres.
Es así como los aonikén, del sur de la Patagonia argentina, empezaron a ser
llamados “tehuelches” que, nuevamente en mapudungun, significa “gente brava”,
haciendo una posible alusión a la resistencia que los aonikén le ofrecieron a
la expansión mapuche. Por su parte, los yámanas que tenían como vecinos en la
estepa de Tierra del Fuego a los selk’nam, los nombraron despectivamente
“onas”, que aparentemente en yámana, significa “caca fría”. Hasta el día de
hoy, por influencia de España y de Inglaterra, muchos se refieren a los
mapuches como “araucanos” y a los extintos canoeros fueguinos como “tekenikas”,
aunque el misionero Thomas Bridges, considerando que los aborígenes ocupaban un
territorio al que llamaban Yahgashaga, introdujo un nuevo error y los rebautizó yaganes, nombre que, al menos en los libros ingleses, se
utiliza para nombrar a los yámanas. Como se ve, los malentendidos pueden
imponerse de muchas formas.
Los humanos, a través de la historia, les
hemos puesto nombres a todo lo que hay en el mundo así como a nuestra manera de relacionarnos con seres y objetos.
Luego, con la misma frecuencia, y por muy diversas razones, hemos hecho lo
imposible por cambiar la nomenclatura bajo la cual designamos todo. En algunos
casos, se eliminó el detalle en pos de una supuesta síntesis (cfr. en Ezra Pound: “la mente medieval
tenía muy pocas cosas además de las palabras para trabajar, y era más cuidadosa
en sus definiciones y su verbosidad. No definía una pistola en términos que
definirían igualmente bien una explosión, ni una explosión en términos que
definirían un gatillo”). En otras oportunidades, cuando los objetos dejaban de
existir hubo quien pensó que ya no había necesidad de conservar sus nombres
porque no era necesario entrar en tanto detalle (cfr. la minuciosa descripción de todas las partes de una lámpara
con forma de araña realizada por Gustave Flaubert y los dilemas que se les
plantean a los traductores para poder nombrarlas). Hasta acá no hay problema.
Se sabe, gracias a los filólogos, lingüistas y lexicógrafos, que cada siglo
pierde un 20% de su vocabulario y gana otro tanto. Sin embargo, hubo veces en
las que creímos que había que cambiar la manera de nombrar las cosas para, de
ese modo, forjarnos la ficción de que la realidad también puede cambiar y, por
qué no, mejorarse. Estos fenómenos se dieron en casi todas las épocas y en casi
todos los pueblos. Esta suerte de chasco lingüístico se llama “eufemismo”, término que el DRAE, siempre abstracto
y poco eficiente, define con su habitual gracejo como “manifestación suave o
decorosa de ideas, cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”. El
diccionario Robert, en cambio, acaso por francés conceptualmente más claro que el
español, dice que eufemismo es “la expresión atenuada de una noción, cuya
expresión directa tendría algo de desagradable”. Y da como ejemplo la palabra
“desaparecido” por “muerto”, lo cual, en la Argentina es del todo pertinente. El
diccionario Webster, a su vez, con verdadero pragmatismo anglosajón, señala que
eufemismo es “la sustitución de una palabra o expresión que podría ofender o
sugerir algo desagradable por otra inofensiva o agradable”. Y ofrece ejemplos:
en lugar de guerra, “conflicto armado”; en lugar de morirse, “estirar la pata”.
Por múltiples razones, en algún momento de la
década de 1980, los eufemismos engendraron en los Estados Unidos la “corrección
política”, término que se usa para describir el lenguaje, las políticas o las
medidas destinadas a evitar ofender o a poner en desventaja a miembros de
grupos particulares de la sociedad. Esa práctica surgió tal vez como uno de los
frutos más espurios del protestantismo cuando los progresistas decidieron
comprarse una buena conciencia llamando “afroamericanos” a los negros y “americanos
nativos” a los indígenas. Ahora bien, más allá de la justicia que mucha gente
lee en estos cambios, no cabe duda de que son una demostración más de la
hipocresía de ese país. Se trata, como verse, de eufemismos con el culo sucio. ¿Por
qué? Porque la naturaleza cosmética de esos cambios no oculta la denominación
administrativa de la población clasificada en varias categorías realmente alarmantes:
caucásicos, afroamericanos, asiáticos, latinos; lo cual en buen castellano
significa blancos, negros, aquéllos que vienen del Extremo Oriente, los que hablan
castellano y son morochos. Así, uno bien podría concluir que un noruego de
Lilyhammer y un italiano de Taormina son lo mismo; o que un estudiante etíope
de paso y un bluesman de Chicago son
lo mismo; o que un turco de Esmirna y un japonés de Osaka son lo mismo; o que
un portorriqueño, un mexicano, un chileno, un paraguayo o un argentino son lo
mismo. Al hacer esto, los estadounidenses muestran la hilacha y convierten a
cualquier mexicano en un eventual “espalda mojada”, a todo árabe en terrorista
y a toda persona de piel oscura en negro, que ya sabemos qué significa en los
Estados Unidos.
Por contagio y en paralelo, todo el mundo
empezó a preocuparse por la corrección política. Así, todos los ciegos
empezaron a ser “no videntes” y todos los minusválidos empezaron a tener
“capacidades especiales”. Lo que, en principio se pensó como una forma de evitar
la exclusión, la marginación o el insulto hacia aquellas personas discriminadas,
especialmente por cuestiones de pertenencia étnica o de género, pasó a abarcar
los más diversos aspectos de la cultura y dando lugar al florecimiento de las
“residencias para la tercera edad” (por “asilos geriátricos”) y, ya en el mundo
de la economía, las “reducciones de personal” (por “despidos”) y la
“racionalización de recursos” (por “rebaja de sueldos”) y, en el mundo de la
guerra, los “daños colaterales” (por “víctimas civiles”). ¿Es de extrañar que
haya una marca de pañales para adultos que se llama “Plenitud”?
El tema es amplio y, por lo tanto,
inabarcable en los diez minutos que dispongo para esta ponencia. Me centro
entonces en un concepto, cuya malversación dio lugar a un eufemismo que se ha
escuchado mucho en los pasillos durante estos días, y que cumple la función del
hueso pelado con un poco de carne, como para que quien lo recibe no se muera
completamente de hambre: el panhispanismo.
Muchas personas, la mayoría de ellas españolas,
nombran a la lengua en que me estoy manifestando “español”. ¿Por qué llamarla
así? ¿Porque es la lengua mayoritaria de España? Entiendo que se trata del
dialecto de Castilla, apenas un territorio que, durante la conquista de la
Península, fue imponiéndose militar, política y económicamente sobre otros
territorios hoy españoles en los que se hablaban otras lenguas, algunas de
ellas bastante distintas del castellano e incluso más sofisticadas. Se me
ocurre luego que, al decirle español al castellano, se deja afuera al gallego,
al catalán, al vasco y a otras variedades igualmente españolas de las lenguas
que se hablan en España. Si esto fuera así, uno bien podría considerar que
otros españoles nativos, que no hablan castellano como primera lengua, no son
necesariamente tan españoles como los españoles que sólo se expresan en castellano,
lo que equivaldría a considerarlos españoles de segunda. Hay entonces aquí un
problema político que se filtra en el campo de la lengua y que merece algún
detalle. Si no, podría pensarse que las regiones donde en España se hablan
otras lenguas son territorios ocupados y que “español” es únicamente la
variante madrileña (que, por cierto, no incluye a la andaluza, de la que en
Madrid suelen burlarse). Ni hablar de Latinoamérica, donde hablamos distintas
variedades del castellano contrastadas con las de los pueblos que nos
precedieron en estos territorios y con aquéllos que emigraron a nuestras
ciudades. Yo, en esta mesa, no estoy hablando “español”, sino mi variante del
castellano, que es la rioplatense. Y en la película Roma, de Alfonso Cuarón, se habla la variante de la Ciudad de
México Por cierto, esta última parece muy difícil para los españoles, que
debieron subtitular frases como; “si se quieren quedar, ésa es la regla”, y
poner “si os queréis quedar, ésa es la regla”, cuando ese film se proyectó en
España.
Con algún simplismo, habrá quien pretenda disfrazar
estas cuestiones para intentar despolitizarlas. Ahora bien, si no fueran
políticas, ¿qué hace acá el monarca español presidiendo un congreso que tendría
que tener como únicos intervinientes a filólogos, lingüistas, lexicógrafos,
escritores, traductores y profesores de lengua? ¿Preside el rey los congresos
de los dentistas, de los tintoreros o los de los reposteros? Claramente, no,
porque los intereses que hay en juego cuando se trata de la lengua son otros.
Lo sabemos desde Antonio de Nebrija, quien les dijo a los reyes católicos que
sin una gramática no podrían conquistar América, algo que esos mismos reyes
hicieron a costa de 9 millones de indígenas muertos, según las estadísticas de
Tzvetan Todorov.
Y aquí conviene recordar que España ha
adscripto la lengua castellana a la “Marca España” –disimulada ahora con la
denominación “España Global”–, y que, como eso no ha cambiado de los gobiernos
de izquierda a los de derecha, no queda otro remedio que pensar que se trata de
una cuestión de Estado y, si no me equivoco, el rey es el funcionario vitalicio
que representa al Estado español. Y cuando uno se pregunta por qué todo esto,
aparece súbitamente la economía: la lengua considerada como bien de consumo a
través de diccionarios y gramáticas generados por la Real Academia Española,
cursos y métodos de evaluación impulsados por el Instituto Cervantes, libros
publicados por las multinacionales españolas, exámenes cobrados a través de los
buenos oficios de Telefónica de España y, lo más odioso, las correcciones
gratuitas de la FUNDEU (Fundación del Español Urgente), que, como todo el mundo
debiera saber, son el fruto del acuerdo y
participación del banco BBVA (Banco Bilbao Vizcaya) y la Agencia EFE.
En este punto, y puestas las
cosas negro sobre blanco, alguien va a apresurarse a invocar el panhispanismo, engendro
que los españoles, temerosos de la fragmentación de la lengua castellana,
pusieron de moda en términos lingüísticos en la «Asamblea de Filología
del I Congreso de instituciones hispánicas», una convención convocada en 1963
por el Instituto de Cultura Hispánica, institución creada por Francisco Franco en 1945, como forma
de burlar, a través de Latinoamérica, el ostracismo al que la diplomacia mundial
había condenado a su dictadura. Acaso con algo de esto en mente, entre las
conclusiones de una de las comisiones de ese congreso –más precisamente, la dedicada
a la “Unidad del español”– se lee: “La Comisión considera que toda
acción rectora del futuro de la lengua española, tendente a la deseable
unificación de la lengua cultivada, debe hacerse con un absoluto respeto a las
variedades nacionales tal como las usan los hablantes cultos y teniendo en
cuenta que la unidad idiomática no es incompatible con la pluralidad de normas
básicas, fonéticas y de otro tipo que caracterizan el habla ejemplar y
prestigiosa de cada ámbito hispánico”. A alguien se le ocurrió llamar a esto
“política lingüística panhispánica”, eufemismo por “seguimos haciendo lo que queremos”,
porque, a la fecha, sólo ha servido para que las editoriales españolas rechacen
las traducciones hechas por latinoamericanos con el pretexto de que “son
malas”, para que la FUNDEU se meta donde no la llaman haciendo continua presión
para que los medios latinoanoamericanos adopten los usos lingüísticos impuestos
por la Real Academia, etc. Mientras tanto, muchas de las palabras del DRAE
indican “americanismo”, o “argentinismo”, o “mexicanismo”, pero nunca
“españolismo”, como si lo que se hablara en España fuera la norma y lo que se
habla de este lado del Atlántico (y no Alántico: las consonates tl se
pronuncian en América) el defecto.
En el pasado, cuando el mundo estaba más
equilibrado, cuando no se compraban abusivamente los derechos de autor “para la
lengua”, imponiendo de ese modo una única traducción posible para todas las
provincias del castellano, Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges ya tuvieron que
pelear por estas cuestiones, justamente con muchos de los participantes
españoles preocupados por la “unidad del español”. Borges y Reyes –que entre
otras cosas nos liberaron del refranero español– no estuvieron solos.
Afortunadamente Vicente Huidobro, César Vallejo, Pablo Neruda, y más acá en el
tiempo, Juan Rulfo, Alejo Carpentier, Guillermo Cabrera Infante, Gabriel García
Márquez, Julio Cortázar, Juan José Saer y tantos otros, a través de sus
respectivas obras, lograron hacer del castellano una lengua expresiva y llena
de matices, algo que siguen haciendo los escritores latinoamericanos, ya tan lejos
de la cháchara vetusta de los congresos. En la actualidad resulta más que
evidente que hay que volver a pelear por estas mismas cuestiones porque, está
claro que la lengua no sólo es un instrumento de comunicación o una forma de expresión
del espíritu humano, sino también un commodity
que busca comerciarse, por ejemplo, en los Estados Unidos, país que en 2050
será el que tenga la mayor cantidad de hablantes de la lengua castellana. Como
ya lo ha advertido el Instituto Cervantes, habrá, por lo tanto, mucho que
vender. ¿Querrán nuestros panhispánicos parientes peninsulares compartir las
ganancias o volverán a ofrecernos, como en el pasado, espejitos de colores?
¿Cuál será el panhispánico porcentaje de cada uno?
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