Quien tenga la paciencia de hacerlo, podrá comprobar que la inmensa mayoría de las notas publicadas durante y después del VIII Congreso de la Lengua, que tuvo lugar este año en la ciudad de Córdoba, Argentina, se ocupan de cuestiones relativamente cosméticas.
Dejando de lado las sobadas relamidas a las instituciones españolas por parte de los diarios españoles (que, por supuesto, no cuestionan nada) y de algunos argentinos (que dan por supuesto que todo está bien así como está, sin cuestionar, por ejemplo, que haya sido la RAE la que impuso los contenidos del pasado congreso, armando las mesas a su voluntad), todo se ha centrado en cuestiones de forma: si el rey debía o no asistir al Congreso (y, por añadidura, si el prácticamente iletrado presidente argentino debía o no estar allí), si la lengua se llama español o castellano, si el lenguaje debía ser o no inclusivo, etc. Por supuesto se trata de cuestiones que revisten una cierta importancia, pero de ningún modo son centrales.
El problema no deberían ser los españoles y sus instituciones, sino las políticas públicas latinoamericanas referidas a la lengua, que ceden todo ese posible capital para que alegremente lo manejen y lo administren los españoles según sus intereses. Luego, la casi absoluta anomia de las instituciones latinoamericanas para oponerse a los designios de los peninsulares, resignándose apenas a las dádivas que llegan de España para reemplazar lo que los gobiernos de cada uno de nuestros países no ofrecen.
La estrategia entonces tal vez debería ser otra: en lugar de discutir estas cosas en el terreno estrictamente lingüístico (algo que, ya dije, es importante, pero no central), habría que utilizar todas las oportunidades posibles para ponerles la mano en el bolsillo a los españoles, limitando sus oportunidades de hacer negocios a nuestra costa. ¿De qué manera? Denunciando públicamente cuanta estrategia pongan en marcha para quedarse con la parte del león.
Por caso, la mayoría de los usuarios sabe que el Diccionario de la Real Academia está redactado a base de prejuicios y falta de síntesis (o sea, que es malo). Habría entonces que hacer campaña en esa dirección, restándoles autoridad a sus redactores y, por lo tanto, desaconsejando su uso.
También resulta claro que los sistemas de certificación españoles están viciados de españolismos. ¿Por qué no denunciar públicamente eso de manera más activa? Y también, ¿por qué no insistir en que, desde que los exámenes se hacen en asociación con Telefónica de España, resultan más caros? De hecho, ¿cuál es el porcentaje que reciben por ellos la UNAM y la UBA, que forman parte del consorcio creado por el Instituto Cervantes y la Universidad de Salamanca?
En síntesis, la soberanía lingüística no se obtiene solamente cambiándole el nombre a la lengua (algo que, de todos modos, debería hacerse), ni discutiendo qué tan inclusiva deba ser (algo que ocurrirá de todos modos), sino, concretamente, explicándoles a los gobernantes y al público que la lengua, además de ser el emblema de nuestra soberanía, puede ser una fuente de ingresos, para lo cual hay que meterles la mano en el bolsillo a los españoles. Ahí, seguramente, van a ponerse sensibles, porque, como la mayoría de los seres humanos, en ese preciso lugar tienen el corazón.
Jorge Fondebrider
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