El 1 de abril, Silvina Friera publicó en Página 12 el siguiente artículo, donde traza algo así como un
balance de lo que fue el VIII Congreso
de la Lengua. En la bajada se lee: “Los
cuestionamientos de escritores argentinos tanto sobre cómo nombrar a la lengua
como por el lenguaje inclusivo despertaron polémicas durante el CILE realizado
en Córdoba.”
Encuentro
sin tanta armonía ni consenso
La lengua está en disputa. La
controversia sobre cómo nombrarla, a quiénes incluye y excluye si se pronuncia
“española”, “castellana”, “castellana americana” o hispanoamericana, por
mencionar apenas algunas de las opciones, fue una de los temas que más polémica
despertó durante el (CILE), en el que participaron Mario Vargas Llosa,
Juan Villoro, Nélida Piñon, Joaquín Sabina y Elvira Sastre, entre otros
escritores y artistas. No es un problema “menor”, una especie de obsesión
erudita de un puñado de lingüistas, traductores y escritores. Se podría afirmar
que todo nombre es político. Pero los 453 millones de hispanoamericanos que
hablan la lengua como idioma materno –que serán 570 millones en 2050–, ¿en qué
lengua dicen que hablan –o escriben– los usuarios de esta lengua, distribuidos
en cuatro continentes y 22 países, el 6,16 por ciento de la población mundial,
sin contar los hispanohablantes de Estados Unidos? La respuesta, que parecería
“rizar el rizo”, agrega mayor complejidad al asunto. En las constituciones de
siete países se afirma que la lengua oficial es el “castellano” (Bolivia,
Colombia, Ecuador, El Salvador, Paraguay, Perú y Venezuela); en ocho aparece el
“español” (Cuba, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, República
Dominicana y Puerto Rico); hay cuatro países que no mencionan tener una lengua
oficial (Argentina, Uruguay, Chile y México).
Las escritoras y escritores argentinos,
más desobedientes y disidentes respecto de la imposición de normas que aplanan
la riqueza y variedad del lenguaje, pusieron el tema sobre la mesa, como Mempo
Giardinelli, Claudia Piñeiro, Jorge Fondebrider, Perla Suez y María Teresa
Andruetto. Aunque intentaban disimular y mantener la forma de la hermandad en
la diversidad del panhispanismo, a más de un escritor y académico español se le
atragantaba el castellano y la contrariada gestualidad de sus rostros revelaba
cierto malestar. No esperaban el aluvión de objeciones formuladas cara a cara,
directo al grano de la lengua. Además de plantar bandera y proponer que se
debata para Arequipa –donde se hará el IX Congreso en 2022– cómo se llamará el
próximo encuentro, molestó que se desnudara, como nunca antes, el negocio de la
lengua, que es casi como decir el negocio de los congresos. Como organizadores,
el Instituto Cervantes, la Real Academia Española (RAE) y la Asociación de
Academias de la Lengua Española (Asale), no pierden de vista, aunque no lo
expresen en voz alta, que el dispositivo “congreso de la lengua” –iniciado en
Zacatecas (1997) y que se repite cada tres años: Valladolid (2001), Rosario
(2004), Cartagena de Indias (2007), Ciudad de Panamá (2013) y San Juan de
Puerto Rico (2016)– sirve para extender acuerdos económicos, comerciales y
educativos, con el caballito de batalla de la lengua española en el mundo, que
van del cine a la televisión, de la música a los medios de comunicación, del
mundo editorial a la traducción y los recursos digitales, además del sector
terciario de servicios, como la telefonía, los bancos y las empresas de
energía, entre otros.
El negocio de la lengua
El lingüista español José Del Valle
–que participó del I Encuentro Internacional: Derechos Lingüísticos como
Derechos Humanos, llamado también “Contracongreso”– no asistió a ninguna de las
actividades del CILE. Aunque fue convocado desde la Universidad Nacional de
Córdoba (UNC), rechazó la invitación por su posición crítica desde hace años
con las instituciones que organizan el congreso. “Se puede pensar la lengua
como negocio en la medida en que la lengua se vende y se compra, es decir la
lengua se materializa en gramática, en diccionarios, en libros de texto para la
enseñanza del español a extranjeros, en libros de texto para la enseñanza del
castellano como lengua nacional, y en todos esos casos estos objetos son por un
lado dispositivos de gestión del idioma y por otro son productos de mercado”,
plantea Del Valle a PáginaI12.
“Entonces, en la medida en que por ejemplo el español como lengua extranjera se
cotiza en alza en los mercados lingüísticos internacionales, es lógico, dentro
de la lógica del capitalismo, que se produzca una competencia por controlar las
ventas de ese producto. Lo mismo ocurre con la certificación de conocimientos
del español: quien controle los mecanismos de certificación de conocimientos
del español podrá controlar la distribución de los beneficios económicos que se
deriven de la administración de estos exámenes. La lengua es claramente un
negocio”, afirma el autor de La batalla del idioma. “Hay un segundo sentido en
el que la lengua española puede ser útil para los negocios –agrega el lingüista
español–. Todos los países, no solo España, tienen una política cultural
exterior que es pensada como una estrategia diplomática, por medio de la cual
se instrumentalizan objetos culturales para elevar el valor de la marca país y,
consecuentemente, abrirle camino a las empresas de ese país que quieran
invertir en el extranjero o que quieran vender productos en el extranjero”.
Todos los nombres, el
nombre
La escritora cordobesa Perla Suez, que
debatió en una de las mesas del CILE, afirma que “el nombre de la lengua es un
terreno de disputa política y social”; por eso cree que hay que renombrar el
Congreso. “Yo estoy más cerca de lo que decía Mempo (Giardinelli) en cuanto a
que es necesario hablar de la lengua castellana y americana, pero todavía no me
conforma, porque me pregunto: ¿cómo entran dentro de esta polémica nuestros
pueblos originarios, tan olvidados, que escriben en castellano su propia
lengua? Todavía en ese nombre no está el nombre de todos los que queremos incorporar.
La Real Academia Española va a tener que escucharnos porque ya está claro que
homogeneizar la lengua no es posible, porque no lo vamos a permitir, como ya lo
hemos demostrado en la tradición literaria argentina desde la generación del
‘37, con Esteban Echeverría, y después cuando Borges se enfrentó con Américo
Castro –recuerda la autora de El país del Diablo–. Hay que pensar muy bien cómo
nombrar de otra manera una lengua que es indecisa, indómita y escurridiza, y
tal vez yo me esté escurriendo al nombrarla. Entre todos tenemos que buscar una
nueva denominación para el próximo Congreso de la Lengua Castellana que se va a
hacer en Arequipa, Perú”.
Del Valle escuchó a Mempo Giardinelli,
que también estuvo en el “Contracongreso”. “Las palabras castellano y español
coexisten desde el siglo XVI; hay contextos geográficos o situaciones en los
cuales se prefiere español o contextos en los cuales se prefiere castellano, y
esos usos no se mantienen constantes a lo largo de los siglos. Estas dos
denominaciones de la lengua, castellano y español, han coexistido con
oscilaciones, llamándose en algunos lugares de una manera y en otros lugares de
otra. Afirmar prescriptivamente que se le debe llamar castellano o que se le
debe llamar castellano latinoamericano o hispanoamericano, me parece una
opinión legítima, pero en cualquier caso es una opinión que está emitida a
través de la voz de un intelectual argentino, porque el término español lo usan
en Puerto Rico para referirse a su lengua, lo usan en Cuba para referirse a su
lengua, lo usan en República Dominicana para referirse a su lengua y se usa
principalmente en México para referirse a su lengua –enumera el lingüista
español–. La justificación histórica que dio Mempo me pareció frágil y está
basada en un conocimiento imperfecto de la historia de estos dos términos”.
Aunque entre los temas a debatir
durante el octavo CILE no estaba el lenguaje inclusivo, emergió con la potencia
de lo que está ausente, de lo que se intenta esconder como se hace con el polvo
debajo de la alfombra. Solo que no hay alfombra que detenga la necesidad de
revisarlo todo desde los géneros y sexualidades disidentes. “El rechazo al
lenguaje inclusivo viene del patriarcado, de los orígenes machista en la
construcción de las sociedades, basadas en lo que el hombre propuso y
desplazando a las mujeres al anonimato total”, advierte Suez. “Me pregunto por
qué habrá tanto temor a que digamos ‘todes’, si tampoco lo vamos a definir ya,
si la lengua está en movimiento y es escurridiza, y el uso lo deciden los
hablantes, hasta que una nueva generación transforme nuevamente las palabras”,
reflexiona la escritora cordobesa. “Tenemos que seguir luchando para
transformar la lengua, para hacer que nos escuchen, para que caiga el
patriarcado”. A Suez no le llama la atención la escasa participación de mujeres
en los comités que organizaron el Congreso de la Lengua. “En la Academia de la
lengua la intervención de muchas mujeres ha sido rígidamente masculinizada;
parecieran discursos hechos por hombres que no me interesan. Me interesa mucho
más la sensibilidad de la mujer, como las que se vieron también en el Congreso,
como la de Claudia Piñeiro cuando cantó en qom”.
La batalla por la inclusión
A diferencia de otros que rechazan
visceralmente el lenguaje inclusivo, Del Valle dice que le interesa el debate
porque refleja un caso de variación lingüística que está marcada socialmente y
está determinada por posicionamientos políticos relacionados con las
reivindicaciones feministas y de sexualidades disidentes de distinta naturaleza.
“Me interesa analizar cómo se manifiesta esa variación, quién usa la norma
tradicional, quién opta por proponer nuevas normas y quién las usa, las
obedece, enfrentándose así a los usos tradicionales. Y me interesa también
elaborar un mapa del modo en que propuestas normativas, usos alternativos y
posicionamientos políticos nos van explicando el modo en el cual se produce una
interacción entre los usos del lenguaje y la realidad social y política”. Sobre
el silencio en torno al tema por parte de la RAE, el lingüista español se
atreve a especular: “La Real Academia Española, que en general evita los
debates, puesto que prefiere proyectar la imagen de una institución abierta y
que consensua con los hablantes todas las decisiones, por alguna razón decidió
entablar una batalla abierta en la esfera pública con las propuestas normativas
que procedían del feminismo y que conocemos como lenguaje inclusivo. Mi visión
es que, desde la perspectiva de quienes gestionan la RAE, la batalla pública
contra las propuestas feministas les resulta beneficiosa; es decir, deben de
pensar que ese es un debate que van a ganar ante la población de manera
mayoritaria –explicó Del Valle–. Hay una dimensión que no es visceral sino que
es racional. El CILE pretende presentarse como un espacio de confluencia, un
espacio de diálogo, y en esta oportunidad les pareció que sacar a la superficie
este debate podría dañar esta imagen de armonía y consenso panhispánico que es
parte importante de los objetivos del CILE”.
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Por su parte, Diego Di Vincenzo, editor (de 200 libros
de enseñanza entre los sellos Santillana, la tradicional editorial Estrada –de la
que fue fue director editorial– y el grupo Norma/Kapelusz Argentina –donde fue
Gerente de Contenidos durante diez años) y docente en la escuela secundaria, en
el nivel terciario y universitario, ha realizado en Cultura InfoBAE una reflexión
sobre el último CILE, que habla de la necesidad de sostener las diversas
identidades del castellano para preservar la riqueza de las culturas locales.
La pretensión de uniformar
(y empobrecer) la lengua
Acaba de terminar el Congreso de la Lengua y ya pudimos observar que el
encuentro dejó notas de humor, disidencia, acuerdos y discrepancias. Pero
también dejó cuestiones para pensar
políticas culturales y educativas, por ejemplo, el de la uniformidad de las variedades del castellano que se habla en los
diferentes países como estrategia de las industrias culturales,
cuyos contenidos se globalizan desde casas matrices con proyección para todo el
mundo de habla hispana, en una especie de Urbi
et orbi lingüística.
En este sentido, no es extraño que el interés por las lenguas y los lenguajes sea parte de la agenda de las
grandes compañías vinculadas con la comunicación y la cultura, que
también estuvieron presentes en el Congreso. Un interés que, por cierto, se
encuentra con dificultades de diverso tipo cuando se intenta crear
materialmente un contenido cultural o educativo que resulte, al mismo tiempo,
lo suficientemente neutro como para que circule en diferentes países con
variedades del castellano disímiles entre sí, y que, por otra parte, no entre
en colisión con las legislaciones locales en materia de Derechos de autor
(la Argentina es un país que protege con mucho celo esos derechos).
En este sentido, no resulta extraño que el castellano (el español, como se lo llama con pretensión globalizante y panhispanista)
sea objeto de interés no solo cultural y educativo, sino también político y
económico, por el reporte de ingresos provenientes de las acciones culturales y
pedagógicas del "español en el mundo". Existe una institución estatal
española que acredita "este español", el Instituto Cervantes, que
certifica esta lengua "oficial", como las titulaciones que se otorgan
con el inglés o el francés, y que aspira a vastas zonas no hispanoparlantes
como China o los Estados Unidos.
Aquellos procesos de uniformización lingüística para el diseño de contenidos requieren de escrituras obedientes y dóciles a esa especie de protolengua llamada "neutro" y necesitan un elenco de actores culturales (editores, correctores, adaptadores) que sean capaces de propiciar una lengua artificial para ser leída. Pero también para ser escuchada: por eso se deben considerar, también, difusores en pronunciación y lexicografía que operen sobre las particularidades dialectales. Se trata de industrias que ya conocemos bien por Netflix y otras plataformas en streaming.
En motivaciones de este tipo se encuentra la preservación del español en el
mundo; preservación que vigilan, con censura y rechazo a la impronta al cambio,
la Academia monárquica española de la lengua y las diferentes academias de los
países en los que se habla castellano. Y también la motivación desmedida por la
unidad de la lengua española. Como señala el español Ángel López García, muchos otros pueblos comparten el uso
de una cierta lengua, y no por eso se sienten miembros de una comunidad
superior: no existen los anglanos y la Anglidad, ni los francanos y la
Franquidad. Tal vez porque, como cree este autor, en la tradición hay que
encontrar la causa: el único elemento aglutinador de los variados pueblos que
componían la Península Ibérica en la Edad Media llegó a ser esa lengua común
que surgió uniendo los rasgos de todas; así lo sintieron quienes la iban
adoptando sin renunciar por ello a su lengua materna. En otras palabras, un
intercambio motivado en necesidades comunicativas, entras las cuales,
obviamente, estaba la de comerciar.
Este asunto también debería volverse materia
de reflexión pedagógica, porque los procesos de uniformización del castellano
se relacionan con la lengua (materna) en la que nuestros chicos y chicas aprenden
en la escuela. En un contexto como el
actual, en el que la producción editorial cae con cifras alarmantes, no es
extraño que las casas matrices adopten políticas editoriales de masificación de
autores y libros, y distribución en países en los que tienen
presencia, en desmedro de las producciones locales, que sí ocurren en contextos
macroeconómicos más benignos.
Costos, políticas cambiarias… cuando los insumos materiales e
intelectuales para la creación de un contenido educativo, literario o de otro
tipo, no pueden recuperarse con los precios, las sucursales tienden a relegar
la producción local en propuestas de carácter global desde las casas matrices y
con lenguas o traducciones que optan por una variante en desmedro de otra, o
con aspiraciones a esa especie de neutro universal que borra matices, improntas
propias, jergas, palabras all' uso
nostro. Y esos términos de identidad a partir de los cuales reconocerse en
la lectura desaparecen, no están en la literatura que leen, lo cual implica
recibir ofertas poco motivadas en estas inquietudes pedagógicas o lingüísticas
pertenecientes a la educación en la primera lengua, en la lengua materna. Y, ya
se sabe, la importancia de educarse en la lengua materna no implica solo
frecuentar el castellano general o estándar en la cultura de la que se forma
parte, sino también reconocer las particularidades lingüísticas propias de un
pasado común y una proyección hacia formas que varían por grupos, épocas,
generaciones.
En esa riqueza que puede ser local (lo más
inmediato, el Río de la Plata) o conocedora de las notas distintivas del
castellano andino, o del de Cuyo, o de la zona de influencia del guaraní…
Castellanos con sus ricas literaturas, improntas de palabras y frases propias,
que los vuelven únicos y por eso adorables. Allí está la potencia de la
educación lingüística como educación cultural. En este sentido, el Congreso de
la Lengua también debería dejar una invitación a pensar no solo en los derechos
a la educación lingüística en las variadas formas del castellano de la
Argentina, sino también en estos asuntos de políticas culturales, pedagógicas y
educativas.
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