Guillermo Piro, en su columna
del diario Perfil, del 14 de julio
pasado, se dedicó al tema de la lectura y lo hizo invocando el tránsito de la
lectura en voz alta al de la lectura en voz baja y la vuelta a la primera,
sirviéndose de un ejemplo personal.
Deberíamos volver a leer en
voz alta
Es muy conocida la anécdota narrada por San Agustín en sus Confesiones, cuando describe con qué
sorpresa en aquella época (estamos a fines del siglo IV) fue recibida la
lectura silenciosa de San Ambrosio, obispo de Milán. “Cuando leía sus ojos
recorrían las páginas y su corazón entendía su mensaje, pero su voz y su lengua
quedaban quietas”. Muchos siglos después, la sorpresa está invertida: resulta
extraño ver (y oír) a alguien leyendo en voz alta, recorriendo las páginas y
moviendo la lengua. En lo personal, la lectura en voz alta está ligada a un
mecanismo de comprensión que no consigo dilucidar, tal que cuando una frase en
cualquier idioma no me resulta comprensible, basta que la lea en voz alta para
que súbitamente se ilumine: los signos de puntuación van a su lugar justo, las
palabras dicen lo que deben y la frase cobra vida.
Leer es una actividad antinatural, onerosa desde el punto de vista tanto
físico (no estamos diseñados para permanecer mucho tiempo focalizando una
página o una pantalla) como mental. Decodificar una línea de texto involucra a
varias áreas cerebrales en complicados reconocimientos de signos, conversiones
de esos signos en sonidos, recuerdos de las palabras a los que corresponden
esos sonidos, interpretación del conjunto.
A pesar del objetivo esfuerzo que implica leer, muchas personas,
incluido quien escribe, no entienden cómo se puede, de manera voluntaria,
renunciar al placer y a la aventura de leer, y siguen firmemente (diría
religiosamente) convencidas de que la lectura es una actividad indispensable y
muy gratificante. Pero hay muchas personas que no opinan así. Hay mucha gente
que apenas consigue leer un libro al año.
Entre los que no son lectores se cuentan las personas escolarizadas, es
decir, aquellas que técnicamente “saben” leer pero que nunca experimentaron (o
que lo experimentaron una vez y luego lo olvidaron) el placer de leer. El hecho
es que creo que el placer de la lectura comienza solo cuando termina no el
esfuerzo de leer, sino la percepción de dicho esfuerzo. Resumiendo: el placer
nace cuando el complejo mecanismo de la lectura se vuelve tan automático y
fluido que nos parece natural, aunque no lo sea. Pero esto solo sucede cuando
leemos mucho.
Decía antes que el amor por la lectura es una pasión que llega a
adquirir visos religiosos. Y los adeptos creen que esa pasión puede
transmitirse de manera, justamente, religiosa: es algo que debe hacerse porque
a mí me hace bien y entonces debería hacerle bien a todo el mundo. Pero si se
quiere obtener algún resultado se debería pensar y proponer la cosa de un modo,
digamos, más laico y pragmático.
Decirle a un adulto no lector que debería leer porque leer es bueno es
una paradoja: sus recuerdos de lectura escolar dicen otra cosa. La solución
consistiría en lograr anteponer el placer de la lectura al esfuerzo de leer.
Bien, un modo de hacerlo es, justamente, con la subestimada lectura en voz
alta.
Sobran experiencias. En los 90 frecuentaba mucho los recitales de
poesía. Eran lecturas que se hacían en absoluto silencio, en algunos casos con
un auditorio capturado, en éxtasis. Recuerdo una lectura de Fogwill en La
Giralda: los tonos, las pausas, los acentos, los colores de su voz les daban a
sus propios poemas no solo comprensibilidad, indicando lo que “querían decir”,
sino también cierto atractivo, cierta verdad, vigor, pasión y encanto. Nunca
escuché leer con mayor entusiasmo. Si hoy releo los poemas de Fogwill, a
treinta años de distancia, sigo oyendo su voz.
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