El 17 de julio pasado, Débora Campos publicó en la revista Ñ la siguiente entrevista con Alicia
Zorrilla (foto), actual presidente de la
Academia Argentina de Letras. Se transcribe a continuación.
La lengua nuestra y la lengua risible
Sentada en el extremo de una mesa poblada por varones,
la experta en gramática Alicia Zorrilla fue
la sorpresa del panel “Las academias de la lengua en el siglo XXI”, durante el
último Congreso Internacional de la Lengua Española en Córdoba. Tituló su
ponencia con adustez: “Cosmos y caos en la sintaxis mediática y el trabajo de
la Academia Argentina de Letras”. Por
eso, cuando buena parte del auditorio estaba dispuesto a un ronroneo soporífero
sobre normativa, las risitas discretas primero y más tarde las carcajadas sin
pudor y los aplausos, empujaron a varios a revisar el nombre de esa señora con
pronunciación cuidada y modales de profesora de toda la vida: era miembro de la
Academia Argentina de Letras (AAL) y exhibía sin reparos un sentido del humor
inesperado e inteligente. “Yo necesito la risa”, dice ahora desde el despacho
de la presidencia de esa entidad, a la que accedió el pasado jueves 25 de
abril, para reemplazar a José Luis Moure.
Doctora en Letras por la Universidad del
Salvador y licenciada en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense de
Madrid, Zorrilla es la segunda mujer en ocupar la titularidad de la AAL tras la
recordada Ofelia Kovacci (1927-2001), que lideró la Academia desde 1999 hasta
2001, cuando murió. Hace un momento, desplazó un cartel de bronce que la define
desde el escritorio: Presidente, dice en letra de molde. Ha contado que cuando
asumió, una colaboradora le ofreció cambiar la última letra E por una A, acorde
a los tiempos que corren. No le disgustaba la idea, pero las finanzas de la
institución no están para ese tipo de gestos. “Estamos procurando los fondos
para publicar el boletín de la Academia de los años 2015 y 2016. Si bien ya
está editado en forma digital, no hemos podido reunir el dinero para
imprimirlo”, dice. Podría quejarse, pero no lo hace: el tono es el de quien
explica.
–¿Cuántos
libros editaría la AAL de tener los fondos necesarios?
–Tres al año, por lo menos. Pero no podemos
hacerlo. De hecho, la última actualización del Diccionario
de la Lengua de la Argentina se realizó en una coedición con la
editorial Colihue. Si no hubiera sido de ese modo, no habríamos podido
publicarlo. Y es un tema serio, porque la Academia debería poder editar
materiales que den cuenta de sus investigaciones.
–¿Cada
cuánto tiempo se actualiza el diccionario que sistematiza el idioma de la
Argentina?
–Hubo un diccionario en 2003 y el siguiente
salió en 2018. Pero la periodicidad depende, sobre todo, de factores
económicos. Técnicamente, debería revisarse cuando se reúnen 1500 palabras
nuevas que, por supuesto, sean términos que no se usen en España y que no estén
ya registradas en el Diccionario de la Lengua Española. Deben ser
argentinismos.
–La
Academia registra el modo en el que la sociedad usa aquí el castellano. ¿Por
qué la gente cree que en realidad la AAL da órdenes sobre cómo usar la lengua?
–Es una gran confusión. Todos usamos la
lengua: en la calle, en la oficina, en el aula. Lo que hace una institución
como esta es legitimar las normas de esa utilización. Es un proceso de abajo
hacia arriba, de las personas hacia los académicos y no al revés. Pero esto no
es nuevo, incluso antes de Cristo el poeta Horacio explicaba que es el uso el
que impone la norma. Y sigue siendo así: el modo en que empleamos el idioma
crea la norma. Nosotros la sistematizamos. Cualquier otra idea es un mito.
Además, si así fuera, si nos transformáramos en unos dictadores del idioma,
sencillamente no funcionaría: nadie leería, escribiría o hablaría como otro le
ordena porque, antes de todo, somos libres.
–Y, según
su experiencia como docente, ¿cómo se usa la lengua?
–Yo formo profesionales, es decir,
graduados universitarios que vienen de distintas disciplinas: traductores,
periodistas, psicoanalistas, abogados, licenciados en estadística, incluso
radiólogos. A todos les tomo una diagnosis de unas 18 páginas para que cada
quien vea en qué situación se encuentra. En líneas generales, esa situación con
la que vienen es lingüísticamente pobre. Tanto en cuanto a la oralidad como en
la escritura.
–¿Cómo es
posible que una persona adulta con título de grado y no menos de 20 años de
escolaridad continua tenga dificultades para comprender textos?
–Es algo que también me pregunto. Creo que
algunas metodologías de enseñanza se han dejado de lado: la comprensión
profunda del texto, el conocimiento de la lengua y el vocabulario. Hablar el
castellano como lengua nativa no quiere decir hablarlo correctamente. Son cosas
distintas. Y si no se habla con todas sus posibilidades y riquezas, tampoco se
piensa con esas posibilidades y riquezas.
–¿Qué rol
le cabe a los medios de comunicación en esta situación de precariedad
idiomática?
–El uso de la lengua se deteriora en todos
los ámbitos. En el Congreso Internacional de la Lengua Española en Córdoba me
referí a esto. En esa ponencia decía que una de las preocupaciones de la AAL es
la indiferencia con que se habla y se escribe en los medios, porque ya no se
usa una sintaxis fluida, sino inconclusa, quebrada, y muchas veces, al decir y
escribir mal, cuando se eligen sin propiedad las palabras se mutilan los significados
o se duplican para que el oyente y el lector elijan el que les convenga o
entiendan lo que deseen.
Temibles
zócalos de televisión
Quienes la conocen, saben que la profesora
Alicia Zorrilla privilegia dos elementos en sus clases: el rigor y el humor.
Sus ocurrencias son legendarias y hace tiempo conforman un secreto que pasa de
boca en boca. “Recientemente, me llamó un editor para proponerme que escribiera
un libro que recorriera las dudas más frecuentes exponiéndolas a partir de una
humorada o de un equívoco. Todas situaciones reales que son, además,
desopilantes”, anticipa.
El registro de Zorrilla fue celebrado en el
último Congreso Internacional de la Lengua Española en Córdoba: “No es raro
que, en los zócalos televisivos, aparezcan noticias truculentas, mientras en
silencio el periodista que conduce el programa se expone como si promocionara
‘sus servicios’ o confesara sus intenciones: «Mato a seis personas. También
asesino a su suegra», o bien «La asalto, la ato y la violo». La ausencia de tildes
distorsiona la denotación de los mensajes”, leyó impertérrita mientras el
auditorio reía sin disimulo.
En esa línea, invitó a recorrer una lista
de “celebridades sintácticas” tomadas de los medios: “Todos los fines de semana
estamos haciendo accidentes. Atentaron contra la tumba de alguien que ya estaba
muerto. En el Tigre, la vegetación abunda en abundancia. Señor Pasajero: Si no
conoce el importe de su pasaje, pregunte al chofer hasta dónde viaja. La
economía va a seguir continuando creciendo”.
Las carcajadas estruendosas hicieron que
más de uno recordara la disertación del escritor y humorista Roberto
Fontanarrosa sobre las malas palabras en el CILE de 2004 en Rosario. Ajena a
las reminiscencias y antes de terminar, Zorrilla llamó la atención sobre supuestas
cortesías que pueden salir mal: “Se advierte la masificación ya no solo en los
peinados o en la ropa, sino también en el uso de la puntuación y de las
palabras. La coma intrusa entre sujeto y predicado gana adeptos sin esfuerzo, y
la que acompaña la fórmula de saludo final en las cibercartas convierte al que
las envía en su propio destinatario mediante el uso vocativo de la firma: Un
beso grande, Marta; Te mando un cordial saludo, Federico. Lo que quiere ser una
cortesía se convierte, por influencia extranjera o por falta de discernimiento,
en un acto de narcisismo”.
La más grande. Fue un honor haber aprendido de ella.
ResponderEliminar